29/12/07

Laura Castro Solodelibros.com Tremendamente original y muy, muy divertida, así es esta novela del surrealista René Crevel que ahora edita Cabaret Voltaire y que depara unas horas de grata lectura al lector que se atreve a adentrarse en el mundo increíble, absurdo, cómico y algo nostálgico de sus páginas. El surrealismo late en esta disparatada historia poblada de seres fantásticos, extraños, originales cuyas andanzas el autor desgrana en un largo monólogo lleno de un humor fino y jubiloso. Si bien es un surrealismo cercano, que en más de un momento recuerda al humor absurdo de Enrique Jardiel Poncela y al que se le podría buscar parentesco con el realismo mágico aunque sin caer en la ñoñería de éste. Un hombre sin nombre al que se le acaba llamando Saudade, una vidente antigua amaestradora de pulgas, una mujer de mundo fusilada por espía que revive cada doce horas gracias a un faquir, el príncipe de Gales, un cirujano plástico, una enfermera que vendió su bocio… son algunos de los personajes que componen la extravagante galería que Crevel inaugura para nuestro disfrute, entretejiendo la inverosímil historia de cada uno de ellos hasta formar una unidad perfectamente acabada. Esa unidad viene marcada por el monólogo de una voz que va narrando a Saudade la historia de cada uno de los personajes que van componiendo la desopilante narración, si bien ese narrador omnisciente cede de continuo la palabra a cada uno de los actores para que estos cuenten por sí mismos su parte de la historia. De este modo la novela gana en agilidad, se hace ligera y logra mantener presa la atención de un lector que aguarda expectante cada nueva sorpresa que le depara el texto. Pero a pesar del tono festivo de la narración, la novela destila nostalgia y, ocultas en la singular historia, se perfilan reflexiones aceradas sobre las incongruencias de la vida, sobre la incapacidad del ser humano de comprender nada de lo que le rodea, ni aún a sí mismo, sobre esa laxitud que obliga a abandonarse a cuanto ocurre una vez uno se convence de que plantar cara a los acontecimientos es un esfuerzo inútil. En definitiva, penetrantes reflexiones sobre el hastío vital, sobre la certeza de que la felicidad, si existe, ya ha quedado atrás. Un mal du siècle que se arrastra hasta la década de los años veinte para impregnar la novela de Crevel. Decía más arriba que la novela compone una unidad perfectamente acabada, donde todo culmina en un final que parece romper la historia para reconstruirla de nuevo con un guiño al lector e incluso al propio autor, que parece haber sido poseído por la narración, logrando liberarse tan sólo al final. Pues esa voz que ha ido desgranando ese largo soliloquio, al que sólo faltaba comenzar con un “érase que se era” y cuyas reflexiones estaban destinadas a Saudade como las fábulas que se narran a los niños que se van a dormir, esa voz le pide al final a ese Saudade misterioso que se arranque la máscara, ese pseudónimo que lo oculta a lo largo de toda la novela, para descubrir que no es otro que el propio René Crevel. "Pero si eres yo. Yo soy tú. Somos el mismo. De modo que de Saudade, o sea de René Crevel, ya no hablaré en tercera persona, del mismo modo que no le hablaré a él en segunda.Pero antes es importante terminar con nuestros otros personajes, organizarles un destino". Y aquí el autor trama para quien su final de manera breve, que no precipitada. Este final sorprendente que cierra la novela como un broche de oro, es además una clara muestra de la modernidad que rezuma la misma en todo su planteamiento: la manera de narrar, el lenguaje como una parte viva de la historia, los personajes casi independientes de su autor buscándose a sí mismos y expresando esa búsqueda a su manera. Porque a fin de cuentas de eso versa “¿Estáis locos?”, de la búsqueda de sí mismo que emprende el autor disfrazado de Saudade al principio de la obra, si bien esa búsqueda, en el fondo, no pasa de ser un juego al que se invita al lector para combatir ese hastío que nos invade y que hay que entretener mientras dura la vida. [ más información http://www.cabaretvoltaire.es/crevel2.html ]

29/11/07

Harry Vélez Quiñones University of Puget Sound (Seattle EEUU) Perversa monstruosidad: estratégias de resistencia cultural en L'agneau carnivore de Agustín Gómez Arcos En 1975, L'agneau carnivore (1974), novela escrita por el español Agustín Gómez Arcos, ganaba el Prix Hermés a la mejor primera novela en lengua francesa. Residente en Francia desde 1968, su autor se había desta­cado en su país antes de su exilio como traductor de Jean Giradoux y, sobre todo, como dramaturgo, habiendo ganado en dos ocasiones el prestigioso premio Lope de Vega. Ahora bien, en L'agneau carnivore Gómez Arcos hace suya la lengua del "otro" por excelencia en el contexto hispánico; el francés, para componer un texto que habla en profundidad tanto del propio ser como del país natal. Al discutir la tendencia a desbaratar órdenes represivos que ella detecta en el expatriado, Julia Kristeva señala que la partida al exilio conlleva la escisión del cuerpo y del ser origínales. Al serle dada lo que llama "an incongruous liberation of language" (31), ["una incongrua liberación del lenguaje"] el extranjero es capaz de formular toda suerte de audaces e incluso obscenas proposiciones. La valentía intelectual del artista exilado y su inclinación hacia lo obsceno en ocasiones se funden, según Kristeva, en "an intense solitary exploration through memory and body" (32). ["una intensa y solitaria exploración a través del recuerdo y del cuerpo"]. Esto, continúa ella, es un 'rare miracle' ['milagro excepcional']; un híbrido producto de lo natural y lo apropiado que entra en relación con la plenitud de lo cultural, con la tradición en su totalidad. Un híbrido en sí misma, L'agneau carnivore, ficción autobiográfica de una monstruosa perversidad, expone un múltiple proyecto cuyo principal objetivo es el de demoler la corriente de discursos que sustentan regímenes represivos como el franquista. En el seno de una familia andaluza de provincias de clase alta nace, hacia 1949, Ignacio. Hijo no deseado de una madre burguesa y un abogado republicano, el personaje principal de esta narración lleva una vida de encierro y regalo hasta casi sus trece años. Detestado por su madre e ignorado por su padre, hallará ternura en Clara, la campechana criada de la casa. El afecto lo habrá de encontrar en su hermano, Antonio, cinco años mayor que él. Éste, sin embargo, no es un ordinario vinculo fraternal. Aparte de hermano, Antonio es maestro y héroe, amante y dios (Gómez Arcos 204). La vida bajo el fascismo enfrenta a ambos jóvenes a lo que Juan Goytisolo describe como una bien planeada tentativa de silenciar todo germen de disidencia a través del envenenamiento y eventual eliminación de la capacidad humana para la libertad. Su respuesta toma la forma de una perversa lucha armada; el cuerpo siendo, claro está, un arma mortal. La deliberada subversión de usos sexuales y religiosos es comparada a la práctica del terrorismo por Antonio, Ignacio y también Clara (Gómez Arcos 148/306). El incesto y la sodomía, dos de las prohibiciones mas celosamente defendidas en la cultura occidental, junto con el ateísmo, el anarquismo y el terrorismo forman la parte fundamental de un intento de reemplazar las ideas tradicionales de familia y polis. Esta valiente promesa de un 'nuevo mundo' pasados ya los primeros años de la posmodernidad suscita algunas preguntas. Como tal vez lo planteara Paul Julián Smith: “Si el poder, el conocimiento y el placer están tan estrechamente ligados, ¿es acaso posible suponer una autoridad, bien en lo político o lo sexual, de la cual el sujeto pueda efectivamente liberarse?" Más aún, urge determinar si al colocar la sodomía y el incesto a la cabeza de un tal proyecto renovador forma parte el texto de un programa idealista-bucólico con miras a depurar los estigmas tradicionalmente adjudicados a estas heterodoxas categorías. ¿Si a este bravo par de hermanos sodomitas e incestuosos les es otorgado el dudoso honor de ser los salvadores de la cultura y los valores liberales de la mayoría burguesa no merecerán acaso la tolerancia y quizá el respeto de dicha mayoría? ¿Y qué más heterodoxo -más mostruoso- que una oveja devoradora de ovejas, una oveja carnívora? En efecto, la novela de Gómez Arcos recalca insistentemente lo monstruoso, categoría inestable que incluye adjetivos como anormal, perverso, antinatural, malvado, bárbaro, extraño, raro, pero también prodigioso, maravilloso, portentoso, milagroso, etc. La concepción, nacimiento y vida de Ignacio están marcadas por este signo."El producto de la violación por parte de un cadáver de un cuerpo que no era más que una tumba (Gómez Arcos 129-130) no podía ser menos que un monstruo, como bien lo explica su propia madre, Matilde. Para su fortuna, el infante Ignacio cumple a la medida su monstruoso destino ya que, al nacer con los ojos firmemente cerrados, es tenido por ciego, es decir, por monstruo. A través de la reificación en un parto anómalo de la culpa derivante de su vida derrotada por una guerra perdida y de su fracasado matrimonio, Matilde habría podido tal vez purgar su ser. Una vez conseguido dicho fin, ésa se habría embarcardo en un "de-mostrativo" viaje internacional a los principales centros de peregrinaje en pos de un milagro. Tal viaje le habría permitido exhibir su absurdo y atroz destino; mostrarlo al mundo como algo antinaturalmente maravilloso." [ ver artículo completo...]

18/11/07

Julio Cortázar RAYUELA Capítulo 21
A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un lugar común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés créeme de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous fous? de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Varèse, con en los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).
-Tu sèmes des syllabes pour récolter des étoiles –me toma el pelo Crevel.
-Se va haciendo lo que se puede –le contesto.
-Y esa fémina, n´arretera-t-elle donc pas de secouer l´arbre à sanglots?
-Sos injusto –le digo-. Apenas llora, apenas se queja.
Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la página 96 y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida, mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou Bardot, de Guy Trébert, de Sydney Bechet, de Michel Burtor, de Nabokov, de Zao-Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los muchachos en mi país? No lo sé ya, ando tan lejos, pero ya no hablan de Spilimbergo, no hablan de Justo Suárez, no hablan del Tiburón de Quillá, no hablan de Bonini, no hablan de Leguisamo, Como es natural. La joroba está en que la naturalidad y la realidad se vuelven no se sabe por qué enemigas, hay una hora en que lo natural suena espantosamente falso, en que la realidad de los veinte años se codea con la realidad de los cuarenta y en cada codo hay un gillette tajeándonos el saco. Descubro nuevos mundos simultáneos y ajenos, cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones. ¿Por qué esta sed de ubicuidad, por qué esta lucha contra el tiempo? También yo leo a Sarraute y miro la foto de Guy Trébet esposado, pero son cosas que me ocurren, mientras que si soy yo el que decide, casi siempre es hacia atrás. Mi mano tantea en la biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry. Me apasiona el hoy pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?), y es así como a mi edad el pasado se vuelve presente y el presente es un extraño y confuso futuro donde chicos con tricotas y muchachas de pelo suelto beben sus cafés créme y se acarician con una lenta gracia de gatos o de plantas.
Hay que luchar contra eso.
Hay que reinstalarse en el presente.
Parece que yo soy un Mondrian, ergo...
Pero Mondrian pintaba su presente hace cuarenta años.
(Una foto de Mondrian, igualito a un director de orquesta típica ((¡Julio de Caro, ecco!)), con lentes y el pelo planchado y el cuello duro, un aire de hortera abominable, bailando con una piba disquera. ¿Qué clase de presente sentía Mondrian mientras bailaba? Esas telas suyas, esa foto suya...Habismos.)
Estás viejo, Horacio. Quinto Horacio Oliveira, estás viejo, Flaco. Estás flaco y viejo, Oliveira.
-Il verse son vitriol entre les cuisses des faubourgs –se mofa Crevel.
¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento.
Hay ríos metafísicos. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo, llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un solo amarillo que no calienta. J`habite à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot n`a pas changé, et pour ocurrir le guilledou... Por veinte francos en la ranura Leo Ferré te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra: Si quiere ver la vida color de rosa / Eche veinte centavos en la ranura... A lo mejor encendiste la radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchás música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no lo buscara, ¿qué es esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.
-Toi –dice Crevel- toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur...
Y por que no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, el arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río que dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuento estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega Electron Girard Perregaud Vacheron & Constantain marcando las horas y los minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente un muslo, un cuello...
-Tu t`accorches à des histories –dice Crevel-. Tu ètreins des mots...
-No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como todos pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.
Crevel desconfía y lo comprendo. Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos y llenan de polvo de oro una habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir que me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta de pie. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impuso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es un orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en perjuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.
Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea Spinoza. La Maga no sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y Pérez Galdós y las olvida enseguida. Nunca sospechará que me condena a leer a Spinoza. Juez inaudito, juez por sus manos, por su carrera en plena calle, juez por sólo mirarme y dejarme desnudo, juez por tonta e infeliz y desconcertada y roma y menos que nada. Por todo eso que sé desde mi amargo saber, con mi podrido rasero de universitario y hombre esclarecido, por todo eso, juez. Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germain-des-Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas.

17/11/07

Luis Antonio de Villena EL PAIS Babelia La España cainita. El caso de Agustín Gómez Arcos, que escribió gran parte de su obra en francés, es tardío y extremo. Nació en un pueblo pobre de Almería y entre los vencidos de la Guerra Civil. Palabras como hambre, marginación y crueldad vivirían en su imaginario ya para siempre. Ahora se publica El niño pan, una de las grandes novelas de la posguerra española. Agustín Gómez Arcos (1993-1998) fue un autoexilado de la última hora, de 1967, cuando los optimistas sitúan la apertura del franquismo. Había venido a Madrid en los años cincuenta para abrirse camino como dramaturgo y actor. Empezó a escribir en español. Harto de la censura, se fue a vivir a París, donde trabajó en lo que pudo hasta que un editor confió en él y en un proyecto de novela donde el tema del incesto se mezcla con la honda y terrible España de la posguerra. Así surge, en 1975, El cordero carnívoro que lo convirtió en un autor de éxito en francés, abriendo una carrera brillante y heterodoxa. Gómez Arcos es otra víctima de nuestra guerra y posguerra inciviles, de la crueldad de los vencedores, del horrible cainismo hispano. Y aunque se publicara en francés en 1983 (es su quinta novela) El niño pan es la novela -de fondo autobiográfico- que abre su ya escrita saga sobre la posguerra española, y la clave cierta de su amor y su odio al país que lo vio nacer. Lírica sin dejar de ser narrativa, con distancia de observador, sin perder la fuerza del implicado, El niño pan relata la historia de una familia de la Almería rural (el pueblo podría ser Enix, el suyo) en el primer año de la posguerra. Una familia de "rojos" que conoce miseria y humillaciones, pero que resiste. Todo ello visto por un niño que mira cómo el pan de harina que amasa su madre es para los vencedores, mientras que él tiene que contentarse con el basto pan de salvado. "Comida para animales, pero no eran animales quienes la comían". La novela, dura pero más refinada que naturalista, cuenta la raíz del daño, se llame odio, negrura o grisura de una España que maltrata a una parte de sí propia. Historia de una familia y de un pueblo, y de su supervivencia en un medio hostil, es a mi entender (y subrayo que se editó en 1983) una de las más logradas novelas sobre nuestra posguerra y las inevitables secuelas que tanta dureza e injusticia tenían que dejar. Muy a considerar la buena labor de la traductora que ha vertido el francés original a la lengua en la que ocurre la acción y que ha tenido en cuenta los términos rústicos propios de Almería. http://www.elpais.com/articulo/narrativa/Espana/cainita/elpepuculbab/20070428elpbabnar_12/Tes
Carlos Pujol ABCD diario ABC La literatura y sus disfraces. En 1922, Cocteau, perpetuo mutante, ya había realizado no pocas de sus continuas metamorfosis (simbolista, vanguardista, neoclásico, etc.), y abordó el tema de la reciente gran guerra de una manera tan original como provocadora, con una mixtura de frivolidad y horror que fue un escándalo. No hablaba de oídas, él también era ex combatiente, pero la desenvoltura de su novelita, empedrada de metáforas ingeniosas, no era algo que el público pudiera aceptar. Thomas el impostor retrata la confusión de la guerra, tomando como modelo un precedente muy ilustre, la stendhaliana Cartuja de Parma; con otra Sanseverina, una princesa «que había nacido actriz», inspirada en Misia Godebska (la que en su tercer matrimonio fue esposa del pintor español Sert), y otro Fabrice, el joven Thomas, que se inspira en el propio escritor. La novela contiene numerosos aforismos y comparaciones de gran lucimiento, a lo Oscar Wilde (una frase de muestra: «Las aguas grises se precipitaban y penetraban trágicamente en el mar del Norte como un rebaño de ovejas entra en el matadero»). «Demasiado brillante», se le reprochó; «brillante como una lágrima», dijo él. El sentido de la vida. Y no sin razón, porque aunque su tentativa novelesca está lejos de poder competir con un Stendhal o un Balzac, Cocteau puso en estas páginas el sentido más profundo de su vida y de su obra. «En él la ficción y la realidad eran lo mismo», leemos, y habla de sí mismo identificándose con sus máscaras, como si nos dijera que lo que le permite esconderse es tan sustancial como lo que esconde. El impostor Thomas, que se hace pasar por quien no es, pero que se comporta en la guerra como si lo fuese, y que cuando decide fingir que está muerto resulta que le matan de veras, es un histrión que vive de simulaciones muy reales; y a su alrededor todo es teatro, una mentira «inútil como las Pirámides y vistosa como el Faro de Alejandría». Pero con sangre de verdad y episodios que no pueden ser más truculentos. Para Cocteau, todo es un juego de apariencias engañosas, uno es lo que finge ser, parábola del escritor que nos engaña para ser más verdadero. Que es más auténtico cuando se disfraza, porque sin este disfraz le angustia lo que siente como desnudez. «En ciertas mujeres las perlas más bellas se tornan falsas, y en otras las falsas parecen verdaderas.» Adornos que nos dañan. «Al releerme», confesó en un libro de título revelador, La dificultad de ser, «solamente me avergüenzo de los adornos, que nos dañan, porque desvían la atención de nosotros. Al público le gustan, se ciega con ellos y deja de lado todo lo demás.». «La dificultad de ser» podría consistir en ser consciente de que cualquier adorno nos falsea, y no obstante no poder expresarse más que de una forma llamativamente ornamentada. «Habla demasiado bien para escribir algo duradero», dijo de él Gertrude Stein, tal vez con un exceso de severidad; pero es que Cocteau, a quien todo el mundo retrata como amabilísimo y de una simpatía irresistible, parece que también provocaba irritación al comprobar que era inagotable de ingenio y de recursos verbales. Thomas el impostor, con su pasmosa facilidad para sorprender (él contaba que Diaguilev le dio la consigna «Sorpréndeme», y no hizo otra cosa en toda su vida), convirtiendo la guerra en el más cruel de los juegos, espantoso y divertido a la vez, en lo cual seguía a Apollinaire y a los dadaístas, ha de resultar chocante. Pero no ha de leerse como una historia de tema bélico, sino como una personalísima escenificación de sus propios fantasmas.
Literaturas.com Periodista de crónicas mundanas y prosista y poeta extravagante y exquisito, Jean Lorrain (1855-1906) representa como pocos el espíritu del decadentismo francés del fin de siècle. Su obra Monsieur de Bougrelon publicada en 1897, el mismo año en que Lorrain se bate en duelo con Marcel Proust por una crítica de Los placeres y los días, fue saludada como una obra maestra desde su misma aparición. Una prosa jugosa y barroca narra las experiencias de dos viajeros franceses en Holanda. Monsieur de Bougrelon, viejo aristócrata arruinado hace su aparición en un burdel que éstos visitan y se convierte después en su cicerone y ángel tutelar. La facundia del anciano trata de velar su penosa decadencia, y se recrea en mil historias terribles y cómicas que va narrando a los perplejos viajeros, relatos plenos de lujuria y castidad, de desenfreno y romanticismo. Damas de viejos retratos y venus callejeras roban por igual el corazón de un individuo que vibra también ante formas animales y vegetales. Pero la prosa de Lorrain consigue que su locura nos seduzca: "Aquella piña, señores, era el ojo de Bárbara y también las profundidades del mar", y además el final es realmente memorable. El espectro nos conduce en un viaje, pleno de inspiración, por el brillo corrupto de un mundo perdido.
Luis Antonio de Villena DECADENCIAS EL MUNDO Putas, efebos y chulos. Ahora el parisino Montmartre es casi un decorado turístico y Pigalle un barrio de emigrantes, que puede por eso tener su encanto. Pero ninguno tiene ya nada que ver (quizá Pigalle guarde algo de mala vida) con lo que esos barrios pobres, prostibularios y artísticos fueron a comienzos del siglo XX, cuando París era la capital cultural del mundo -ya no lo es- y la bohemia, un timbre de gloria, incluso picassiano. En ese tiempo mísero y feliz, que terminaría con los días tranquilos de Henry Miller en Clichy, triunfó un novelista tenido por muy parisino, aunque había nacido en ultramar, en Nueva Caledonia, donde su padre, oriundo de Córcega, era inspector de prisiones. Me refiero a Francis Carco (1886-1958), afecto de Villon y de Verlaine (sobre los que escribió dos bellos libros), quien amó siempre a los perdedores y a los golfos, a quienes veía con natural simpatía porque él también había sido chansonnier de cabaré y había vivido esas interminables noches como una vida natural, sentimental y pura contra la mirada hostil de tantos. Muchos desde el fin de siglo (como Jean Lorrain o el propio Proust) escribieron de la vida golfa, pero tomaron el punto de vista del cliente o del visitante. El entrañable Carco (abreviación del apellido Carcopino) fue el primer moderno en escribir desde dentro, luego le siguió a ratos su amiga Colette y, de alguna manera, parte de Carco es el más serio precedente de Jean Genet. Francis Carco no era gay (o sarasa o maricón, dirían entonces), pero no tenía nada contra ese mundo, que debía ser forzosamente marginal y crápula, y que conoció muy bien en el París bohemio inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial. Aunque ya antes había publicado poesía sentimental, su primera novela -y una de las mejores de su producción, olvidada en España- se editó en 1914 precisamente, y se tituló Jesus la Caille (Jesús la codorniz), pero que la reciente y excelente traducción de Cabaret Voltaire nos ofrece como Jesús el Palomo porque, en efecto, el chiquito guapo, fino y afeminado que se prostituye con otros en los cafetines de aquel Pigalle, y que tanto se lía con putas dulces como con grandes macarras (un orbe sensual de dulzura, ternura, navaja y vicio), responde a un mote todo él feminoide: lindo como un Niño Jesús y «cojo» según el palomo de nuestro viejo dicho andaluz. Un chico guapo y mariquita. La novela (ágil, lírica, cruda, natural) nos presenta un modo de vivir que es así y que el autor no juzga porque ve adentro demasiado amor, daño y oro que el burgués no entiende. No hay burla, desgarro, ni parodia en esta feliz y algo melancólica novela (muy recomendable y distinta, pese al tiempo transcurrido) de un lindo galancete que se deja decir «mi niña» por la puta que lo ama, y que gusta por igual a hombres y a mujeres en el ambiente de molicie y galbana de aquel París del vicio dichoso. Jesús el palomo es un viaje y una lección de una moral distinta. Y aún más: la constatación rigurosa, ligera y muy bien escrita de lo que podríamos llamar el fulgor o el carisma del cieno. Que lo tiene, sin duda.
Miguel Sánchez-Ostiz ABCD diario ABC De amores locos. Los aficionados a la literatura surrealista de culto y que no manejen la lengua francesa están de enhorabuena, porque la traducción de ¡La libertad o el amor!, el hermoso artefacto narrativo de Robert Desnos (1900-1945), es muy creativa, muy concienzuda y va acompañada de un prolijo prólogo (que diría Boris Vian) que no tiene desperdicio: docto, creativo también y fundamentado, plagado de datos que sitúan a la obra y a su autor, un personaje muy especial y un escritor valioso en aquel magma literario del surrealismo parisino y de las vanguardias de entreguerras. Desnos murió a resultas de su estancia en un campo de concentración. Las notas a pie de página que jalonan la narración son tan apropiadas que parecen del propio Desnos. Todo hace pensar que la autora del prólogo tiene entre manos un buen libro sobre la literatura francesa de entreguerras. El llamado «público en general» no sé qué pensará de la literatura tan transgresora de Desnos, tan loca, salvo que la lea como un objeto de culto. No veo yo al público quitándose de las manos esta bellísima obra de Desnos para hacer de ella un objeto de culto. No así a sus lectores, si es que los ha tenido en España. Literatura para lectores entonces, pero no para un público voraz más interesado en hacerse con el enigma templario que se lleve esa última temporada. La estética transgresora de 1927 queda muy lejos. Hoy, al que se le ocurra perpetrar una narrativa «surrealista» le tirarían pellas, si es que consigue editor. No corren buenos tiempos para las transgresiones literarias, aunque vayan acompañadas, como en este caso, de un lirismo intenso y muy hermoso. El que lo hace, se la juega. Hay que estar en el Olimpo. A no ser que cubramos el texto, tan limpio por otra parte, tan claro, de jerigonza académica francesa y de pedanterías, el lector deberá descubrir, al margen de las trampas literarias continuas y de los rasgos del humor fabuloso de Desnos, de qué trata ¡La libertad o el amor!, dónde empieza la hermosa errancia ciudadana del poeta (una de las más brillantes muestras de este hacer de la ciudad protagonista del relato), y dónde la historia del loco amor (o lo que sea) de Corsaire Sanglot y de Louise Lame, en un tiempo sin tiempo, en una realidad no sujeta a temporalidad alguna expresada en imágenes poéticas muy brillantes que sostienen por sí solas el «relato». Una joya literaria que sería una lástima que no pasase de ser el testimonio de una literatura sólo apta para conjurados.