29/11/08

Manuel Vicent Babelia El Pais
André Gide: la profundidad de la piel
Un camino le llevaba siempre a los placeres oscuros; otro le devolvía a la honestidad y al compromiso, pero el puritanismo siempre acababa por pedirle cuentas al final del viaje al fondo de los sentidos. En este combate está la esencia de su literatura.
Nació en París, en 1869. El primer recuerdo de André Gide es el de una mesa de comedor cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo. Con el hijo de la portera, de su misma edad, que iba todos los días a buscarle, se deslizaba entre aquellas faldas y ambos agitaban ruidosamente unos juguetes para ocultar otros juegos, que según supo después eran malas costumbres. Tenía entonces cinco años y fue su primer simulacro. Era un niño mimado, muy huraño, hijo único de un renombrado profesor de Derecho, que murió cuando André tenía 11 años. A esa edad quedó bajo la obsesiva protección de su adinerada madre, Juliette Rondeaux, que, pese a todo, lo educó en una elegante austeridad, con una forma de querer hostigante, puesto que hasta el final de sus días rodeó al escritor de mimos y de consejos ininterrumpidos acerca de actos, pensamientos, gastos, lecturas y paños como si no hubiera crecido.
La niñera lo llevaba a los jardines de Luxemburgo, muy cerca de su casa de la calle Médicis. Allí se negaba a jugar con otros niños. En un momento de descuido se lanzaba sobre ellos y a patadas destruía los pasteles de arena que con ayuda de cubos habían construido. Gide tenía sus propias bolitas de cristal, algunas de ágata negra, que trataba de que no se mezclaran con otras más vulgares. En su habitación, a solas con un ficticio amigo Pierre, creado por su imaginación, se entretenía con un caleidoscopio, que en el otro extremo de la lente le ofrecía un rosetón siempre cambiante. Poco después comenzó a recibir clases particulares de piano, lecciones de esgrima dos veces a la semana y a menudo sesiones de equitación en el picadero. Estudió en la Escuela Alsaciana de la que fue expulsado. La institutriz británica Anna Schackleton le impuso un rigor puritano, valor muy apreciado por la alta burguesía cuando le sirve para ocultar cierta clase de vicios.
La familia del padre procedía de Ezés, del cantón de Nimes, en el soleado Rosellón. La familia de la madre provenía de Ruán, capital de la húmeda Normandía. La rama paterna era católica y la materna protestante. André Gide creció viajando en vacaciones hacia las casas solariegas del Mediodía y del norte de Francia. En una había higueras, olivos y laureles; en otra crecían manzanos, había caballos, florecían las rosas y habitaban unas primas muy bellas. Una de ellas, Madeleine, fue su amor de adolescencia con la que acabaría casándose a los 26 años, forzado por la madre autoritaria que trataba de apartarle así de la turbiedad ambigua a la que le empujaba la carne.
Desde la adolescencia la cabeza del escritor quedó dividida: por un lado la moral estricta y por otro el hedonismo. Un camino le llevaba siempre a los placeres oscuros; otro le devolvía a la honestidad personal y al compromiso con los demás desde la altura de la estética, pero el puritanismo siempre acababa por pedirle cuentas a la conciencia al final del viaje al fondo de los sentidos. Este combate constituye la esencia de la literatura de André Gide. La máxima profundidad del ser humano está en la piel, en la belleza de los cuerpos jóvenes, en el nudo de los sentidos que componen el alma. Con buenos sentimientos siempre se hace mala literatura. La belleza no debe tenerse ante cualquier límite. Tiempo habrá luego para arrepentirse y azotarse en público, sin dejar de hacer de este ejercicio un ejemplo de estilo. A los 24 años, después del primer libro escrito en prosa poética, Los Cuadernos de André Walter, se premió a sí mismo con la primera fuga hacia el sur en busca del sol, del exotismo y de un modo natural de curarse un principio de tuberculosis. En compañía de su amigo Paul Laurens se embarcó en Tolón rumbo a Túnez y desde allí al oasis argelino de Biskra donde conoció a Oscar Wilde, que andaba por allí metido en peleas tormentosas con el amante Alfred Douglas, el bello lord que finalmente lo llevaría al infierno de la cárcel de Reading. El joven Gide fue conducido de la mano de Wilde a secretos cafés para iniciados. Mientras fumaban una pipa de kif entre unos árabes sentados en cuclillas y tomaban té de jengibre, en la primera noche, un adolescente de ébano, llamado Alí, semidesnudo tocaba la flauta en la penumbra y ellos lo contemplaban con la mente embotada. "¿Te gusta el musiquillo? Tómalo. La única forma de vencer la tentación es caer en ella", le dijo Wilde, una frase que después se haría famosa. En las memorias de Gide esta sensación corporal fue inseparable de los placeres que también compartía con niñas adolescentes que desde el desierto subían a ofrecerse a los hombres en el zoco del oasis. André Gide se hizo traer un piano desde Argel. Sus notas atravesaban el jardín y se perdían en la suma ebriedad de la carne ahogada en las flores. De regreso a París, el sur ya nunca dejaría de ser su horizonte. Frecuentaba a los simbolistas del salón de Mallarmé. Por la mañana tenis, al mediodía baños y de noche ajedrez. De pronto le visitó el éxito cuando publicó Los alimentos terrenales, ensalzado por la crítica, un canto fervoroso del instinto como método de superar la moral. El mismo combate continuó con la publicación de El inmoralista, en 1902, y después con Prometeo mal encadenado, donde los remordimientos que le proporcionaba la libertad alcanzan las cotas más altas del arte. Llevaba una vida respetable, llena de escrúpulos sociales por fuera y muy libre por dentro. En 1908 André Gide participó en la fundación de la Nouvelle Revue Française y se convirtió en el alma de la editorial Gallimard. Comenzó a ser considerado maestro, un punto de referencia de la cultura francesa entre Mauriac, Camus, Malraux, Proust y Paul Valéry, no sin andar siempre orillando el escándalo.
En 1925, comisionado por el Gobierno francés en una expedición al Congo redactó un informe demoledor contra el método colonialista. En 1936 viajó a la URSS y de regreso dejó de jugar a ser comunista y escribió un libro de denuncia contra el estalinismo, por el cual fue condenado a las tinieblas por el Partido. No le importó absolutamente nada. Gide era un radical de sí mismo frente a cualquier barrera política y moral. Su larga travesía interior está en su Diario, llevado como un psicoanálisis ético y literario desde 1889 a 1949. Mientras escribía con una prosa semejante a una sonata onírica Corydon, en defensa de la homosexualidad, tuvo una hija, Catherine, de su relación extramatrimonial con María van Rysselberghe. Luego sus libros ardieron en una plaza de Berlín, junto con los de Thomas Mann, Proust, Einstein y Freud cuando los nazis establecieron el dilema cultural entre la sumisión o el exterminio. Por su parte, durante la invasión alemana Gide trató de convertir la sumisión en sabiduría. Abandonó París, buscó de nuevo el soleado Mediodía y terminó en Argel, en Fez, en Túnez, en Siracusa. De lejos oía las bombas mientras leía a Goethe para curarse de la humillación ante la derrota de todos los ideales. Liberado París siguió tocando el piano, recibiendo a los amigos, leyendo en un sillón de orejas con una manta de cachemir sobre las rodillas, que sólo por estética nunca llegaron a doblarse ante nadie. Hasta que en 1947 recibió el Premio Nobel. Murió en 1951, a los 82 años.
J.L.Tapia Ideal La granadina Adoración Elvira Rodríguez obtiene el premio Stendhal de Traducción La profesora granadina Adoración Elvira Rodríguez ha obtenido el Premio Stendhal de Traducción por su trabajo en la novela '¿Estáis locos?' (Ed. Cabaret Voltaire), del surrealista francés René Crevel. El jurado valoró «el rigor de esta traducción que se combina, cosa difícil, con la valentía y creatividad de sus decisiones, encontrando el tono adecuado para reproducir, tanto la oralidad de ciertos pasajes como el ritmo del texto de Crevel». El jurado estuvo formado por los traductores Julio Baquero, Maika Embarek, Alicia Martorell, Nuria Petit y Miguel Veyrat, galardonado en la convocatoria anterior. Adoración Elvira indicó que este galardón era «todo un honor y es muy importante porque es un premio a nivel nacional». Profesora de Lengua Francesa en la Facultad de Traductores e Intérpretes de la Universidad de Granada, lo que más le ha entusiasmado de este premio ha sido la traducción de esta novela, «porque es la primera vez que aparece en español una obra del autor surrealista René Crevel, coetáneo de André Bretón». Adoración Elvira indicó que «ha sido muy dura la traducción de esta obra y lo que más me costó fue trasladar el humor de esta novela, un humor negro, que es muy difícil de traducir sin que pierda el sentido original». René Crevel escribió '¿Estáis locos?' en el año 1928, «y para mí ha sido todo un honor hacer posible que ochenta años después esta obra literaria ya esté en español».
La novela, según comentó la especialista galardonada, «tiene muchos capítulos muy subidos de tono y está trufada de escenas de sexo muy del surrealismo francés». La granadina insistió en la importancia del trabajo del traductor, «que está muy vinculado con el trabajo literario y es consecuencia de la misma literatura». No obstante, reconoció que «no se puede vivir de la traducción literaria». Adoración Elvira comentó que la traducción literaria «no la hago por lo que gano sino por el placer de dar a los demás un producto que he hecho con mucho cariño, porque la traducción literaria es un arte, que no está bien pagado, pero que es muy gratificante». Reconoció que «lo que verdaderamente vale es la obra del autor, de ahí que tengamos que ser fieles los traductores al texto original. La traductora granadina informó que próximamente aparecerán otros de sus trabajos publicados. Se trata de una nueva novela del autor francés de origen almeriense Agustín Gómez Arcos, «del que ya apareció publicada en español la obra 'El cordero carnívoro'».
El Premio Stendhal de traducción de 2008 ha sido concedido a Adoración Elvira Rodríguez por su versión del libro de René Crevel ¿Estáis locos?,editado en castellano por Cabaret Voltaire. El jurado valoró para tomar su decisión el rigor de esta traducción que se combina, cosa difícil, con la valentía y creatividad de sus decisiones, encontrando el tono adecuado para reproducir, tanto la oralidad de ciertos pasajes (sin caer por ello en casticismos) como el ritmo del texto de Crevel.
[más información http://www.acett.org/ ]

16/11/08

CABARET VOLTAIRE publica El marinero de Gibraltar de Marguerite Duras. Durante unas vacaciones en Italia, un hombre, que ha decidido cambiar su vida, conoce a una rica y misteriosa joven americana que recorre el mundo en un lujoso barco en busca de un amor perdido, el marinero de Gibraltar; ex legionario, jugador impenitente, buscado por la policía. Juntos, de puerto en puerto, continuarán la búsqueda del marinero desaparecido, objeto de pasión, símbolo de belleza. Pero un amor imprevisto nace entre ellos. Si encuentran al marinero de Gibraltar, será el fin de este amor. Extraña contradicción. De Sète a Tánger, de Tánger a Abidján, y de Abidján a Léopoldville, su búsqueda prosigue.
En El marinero de Gibraltar, escrita en 1952, encontramos los principales temas de preocupación de Marguerite Duras: la búsqueda imposible del amor perdido, la separación, la ausencia… Un estilo muy particular y una atmósfera lánguida, de suposiciones, de silencios. Una obra muy bella traducida por primera vez al castellano. Imprescindible para los amantes de la literatura de Duras.

15/11/08

Eva Díaz Pérez EL MUNDO Los cuadernos parisinos de Stendhal. Cabaret Voltaire rescata ‘Recuerdos de egotismo’, los escritos autobiográficos que recrean el París de la Restauración. Pasear con Stendhal por los salones del París de la Res­tauración, conocer a personajes que sólo podríamos encontrar ya en las hermosas tumbas de piedra y niebla del Perè Lachaise, disfru­tar con su mirada escrutadora y a veces cruel, descubrir las atmósfe­ras de sus novelas. Recuerdos de egotismo, es la obra rescatada aho­ra por la editorial Cabaret Voltaire en su tarea de recuperar joyas de la literatura francesa –sobre todo del fin de siècle y entreguerras– inédi­tas, poco conocidas o mal distribui­das en España. En esta ocasión, se trata de una de las piezas de la literatura auto­biográfica de Henri-Marie Beyle –nom de plume, Stendhal– com­puesta por su Diario, La Vida de Henry Brulard, la corresponden­cia, sus notas necrológicas o su marginalia. Stendhal (Grenoble, 1783-Pa-rís, 1842) inició su proyecto auto­biográfico ya en abril de 1801 a los 18 años cuando «ostentaba los galones del 6º regimiento de dragones del ejército napoleóni­co con su Diario», apunta en la in­troducción Juan Bravo Castillo, responsable de la traducción. Este «coloquio consigo mis­mo» cobra fuerza, sobre todo, a partir de los cincuenta años, cuando el desencanto le lleva a mirar atrás: «Voy a cumplir cin­cuenta años, y va siendo hora de conocerme», anota el autor de La Cartuja de Parma o Rojo y Negro. Stendhal escribió Recuerdos de egotismo en quince días, des­de el 20 de junio al 4 de julio del año 1832 cuando era cónsul de Francia en Civitacecchia –«por ocupar mis ocios en esta tierra extranjera»– y resume los años que van de 1821 a 1830. Alojado en París en la Rue de Richelieu en el Hôtel de Bruxe-lles, número 47, asistimos a las idas y venidas de Stendhal en los salones parisinos y en los cafés del Rouen al Lemblin –el café li­beral situado en el Palais-Royal–, a sus paseos los domingos «bajo los grandes castaños de indias de las Tullerías» a los recorridos so­litarios por Montmartre y el Bois de Boulogne. Gracias a las oportunas notas a pie de página de Juan Bravo Cas­tillo podemos movernos por ese París de la Restauración –tam-bién aparece el viaje a Londres– siendo incluso posible la aventu­ra de seguir los lugares stendha-lianos apuntados en estos Re­cuerdos de egotismo. Por ejem­plo, descubriendo que la mansión de monsieur de Tracy –par de Francia y miembro de la Acade-mia– estaba en la Rue de Tracy, cerca de la Rue Saint-Martin, «que aún existe hoy día, entre el Boulevard de Sébastopol y la Rue Saint-Denis». O incluso sonreír al pensar que en la Rue du Cadran, esquina a la Rue Montmartre, en el cuarto pi­so de un edificio que quizás hoy no exista, Stendhal vivió un cu­rioso episodio de vida galante y que él mismo confiesa en estas memorias parisinas. Y comienza haciendo una ad­vertencia a modo de ‘defensa’ por el desenlace del capítulo. «El amor hizo nacer en mí, en 1821, una virtud muy cómica: la casti­dad». Sus amigos le organizan una «deliciosa velada de jóvenes de vida alegre» en un «salón en­cantador, champagne helado y ponche caliente». Stendhal termina en la habitación de Alexandrine, «tendida en un lecho, casi en el traje y exacta­mente en la postura de la duque­sa de Urbino, de Tiziano». Sin embargo, la escena concluye de forma inesperada. «Aquello fue un ‘fiasco’ completo. Recurrí a una compensación, y ella se pres­tó. No sabiendo qué hacer, inten­té volver al mismo juego de ma­no, que ella rehusó. Pareció sor­prendida. Le dije algunas pala­bras bastante bonitas para mi posición, y salí». El ‘pobre’ Stendhal admite que desde ese momento pasó ante sus amigos por babillan, en referen­cia al genovés Babilano Pallavici-no «que en el siglo XVII tuvo que separarse de su esposa a raíz del proceso en que ésta le acusaba de impotencia», según comenta en su apartado de notas Juan Bravo Castillo.Otro de los aspectos curiosos de estos escritos autobiográficos es la aparición de croquis, como el que aparece de la mansión de monsieur Tracy, que desvelan el escaso gusto de Stendhal por las descripciones: «He olvidado pin­tar este salón. Sir Walter Scott y sus imitadores hubieran comen­zado por ahí, pero yo aborrezco la descripción material».
Eva Díaz Pérez EL MUNDO En el cementerio de Montmartre está la tumba de un español. De uno más. Quizás alguien pondrá hoy un ramo de flores en su lápi­da porque exactamente hace diez años moría en París el anda­luz Agustín Gómez Arcos, «el más español de los escritores franceses», como lo definió Luis Antonio de Villena en el obitua­rio que escribió cuando desapa­reció el que llaman el último exi­liado. Siempre he pensado que para conocer de verdad la historia de este país había que buscar en las páginas en blanco de sus ma­nuales, en los márgenes de las crónicas oficiales. Y Gómez Ar­cos forma parte de esa galería de invisibles, de fantasmas, de personajes de la periferia sin los que es imposible comprender la historia literaria de este país. En los últimos años, la edito­rial Cabaret Voltaire está recuperando los libros de Gómez Arcos inconce­biblemente inéditos en español, porque el es­critor almeriense deci­dió rebelarse contra la España de Franco re­nunciando a la lengua. Al mar­charse a París en 1968 –eligiendo así el autodestierro y convir­tiéndose en el último exiliado–, trabaja como contable, cocine­ro, friegaplatos, para ganarse la vida y aprender la lengua. Du­rante diez años no escribirá has­ta haber asumido por completo el francés. Sin embargo, España será una obsesión. Gó­mez Arcos escribía en francés pero aludía a la realidad española. En español sólo había para él silencio mientras que en su patria de acogida recibía premios, éxitos, conde­coraciones como la de caballero de la Orden de las Artes y las Le­tras. Una obra suya, L’enfant pain ( El niño pan, ahora resca­tada) se incluía como lectura obligatoria en el bachillerato francés, pero él no existía en los manuales de literatura.La exiliatura de este andaluz transterrado que vaga aún como un espectro es una forma de re­beldía, un ejercicio para comba­tir contra la desmemoria del franquismo. Y lo sorprendente de este héroe de las letras es que al escoger el exilio cambiará por completo su biografía literaria. Antes de marcharse a París, Gó­mez Arcos había sido un autor teatral paradójicamente premia­do, aunque sus obras nunca se representaron. Sufrió el desdén, el silencio y el desprecio y se con­virtió en un insólito «hereje pre­miado». Así, decide establecerse en París y, tras diez años de silen­cio, cambiar de lengua y de géne­ro literario para convertirse en un novelista de éxito. Por eso, ya es hora de recordar su tumba de Montmartre y rescatarlo de las fosas del olvido. Su comprometi­da literatura lo merece.