26/2/09

Luis Antonio de Villena EL MUNDO
Klaus Mann, aquel Berlín
Erika y Klaus Mann fueron los dos hijos mayores del gran sacripante de las letras alemanas, el glorioso y eximio escritor Thomas Mann. Tanto Erika como Klaus (1906-1949), que apenas se llevaban un año entre sí, fueron hijos rebeldes -llamaban a su pa­dre «El Mago»- y gente atrevida y divertida, aunque con su veta trágica, que opusieron a la solemne seriedad paterna sus ganas de vivir desesperadamente en aquel mundo convulso. Los solían llamar «los gemelos Mann».
Si vemos sus fotos juveniles, Klaus parece un muchacho algo displicente, claramente moderno y atractivo. Si nuestra mirada es un poquito inquisidora, incluso podemos hallar en la imagen rasgos de esa ambigüedad tan de moda en los años 20 que un Isherwood -buscador de chicos fáciles- regaló a la céle­bre película Cabaret. La editorial barcelone­sa Cabaret Voltaire acaba de publicar La danza piadosa, que fue la primera novela de Klaus, editada cuando apenas había cumpli­do los 20 años. No cabe, pues, que esperemos un trabajo redondo, pero sí una novela muy testimonial de su tiempo, hecho con cui­dado, esmero y diría que, sobre todo, pasión; es decir, una novela notable que en nada des­merece a la producción de un autor menos perfecto pero, a ratos, más fascinante que su mágico padre.
La danza piadosa es la historia de un jo­ven pintor en crisis (Andreas Magnus, claro alter ego de Klaus) que decide marcharse de la casa paterna y llevar una vida bohemia y libre en el muy decadente Berlín de la Re­pública de Weimar, donde trabajará en un cabaré, vivirá una golfemia dorada y pobre y se enamorará de un chico guapo, libre y un tanto casquivano, Niels, acostumbrado a que le mimen señorones y señoronas y le quieran. Homosexualidad y lesbianismo se dejan ver sin tapujos, como ocurría en la Alemania de la época, pero no sólo. Como casi todos creen que viven un mundo agóni­co, un mundo que se está desmoronando, abundan los aristócratas arruinados o fal­sos, las mujeres maquilladas hasta la exte­nuación, el opio, la cocaína (más cocaína), los ligues estrafalarios, la excentricidad co­mo manera de ser y de comportarse y el lla­mado vicio como una natural manera de es­tar en el mundo... El cabaré que frecuentan y donde trabajan algunos de estos persona­jes, ardidos de presente, se llama Die Pfütze, que en alemán quiere decir «el charco». No es mal nombre, ya que aguas turbias hay donde se pescan esmeraldas.La novela se cierra con el deseo de An­dreas (desengañado de Niels) de conocer mundo, de viajar al sur, de formarse viviendo, pero siempre apasionadamente. Sin duda, lo más atractivo del libro es el reflejo y la suave elucidación de ese ambiente de fin de raza que debió de ser aquel Berlín pobre y permi­sivo, donde uno sospecha que Erika y Klaus Mann fueron muy felices. Sí, luego llegaron tiempos terribles, Klaus se exilió, sirvió du­rante la II Guerra Mundial en el ejército nor­teamericano y dejó un puñado de obras, siempre atractivas, entre la que destaca la ex­celente novela Mephisto (1936) y unas me­morias sugerentes, Cambio de rumbo (1942). Luego volvió a Europa (la triste Europa de posguerra) y, aunque se quedó a vivir en la Costa Azul, con apenas 43 años se quitó la vi­da. Su augusto padre vivía aún, y mantuvo serenísimo la compostura. Klaus no era un clásico, sino un moderno y por ello no pensó en la pose final. Perdida la fiesta (y el horror) cumplía echar el telón y lo hizo. ¿Cobarde, como dicen los curas? No, valentísimo.

22/2/09

CABARET VOLTAIRE publica La danza piadosa de Klaus Mann (traducción de María Luz Blanco Camblor)
La danza piadosa, publicada en 1926, cuando Klaus Mann tenía sólo diecinueve años, sondea el malestar de la juventud intelectual alemana tras la derrota de 1918 y el advenimiento de la República de Weimar. Andreas, joven pintor, frecuenta el Berlín decadente de los años veinte poblado de artistas, de night clubs equívocos, de desenfrenos. Tras su publicación fue calificada de escandalosa por la crítica y convirtió a su autor en el enfant terrible de la época.
«Mi héroe y doble, el piadoso bailarín, Andreas Magnus, es un muchacho bien educado, de familia patricia, pero alejado de todas las tradiciones burguesas. A un tiempo hastiado y emprendedor, juega con la idea de suicidarse, pero pronto cambia de intención y escapa hacia Berlín. Allí traba amistad con toda clase de bohemios, prostitutas de buen corazón, simpáticos desechos. Durante un breve tiempo se gana la vida recitando poesías, vestido como un marinero, en un cabaret llamado Die Pfütze. Entonces, conoce a Niels y las cosas se vuelven aún más desordenadas. Niels es ostentoso y divinamente despreocupado. El piadoso bailarín lo adora. Abandona su trabajo y sigue a Niels de ciudad en ciudad, en locos zigzagueos, hasta París.» Klaus Mann
Klaus Mann nace en Múnich en 1906, hijo de Thomas Mann y Katia Pringsheim, comenzó su carrera literaria como crítico teatral en Berlín. En 1926 publica sus primeras obras. En 1933, con la llegada de Hitler al poder, abandona su país y comienza su lucha contra el nazismo, convirtiéndose en uno de los máximos representantes de la literatura alemana del exilio. Se instala en los Estados Unidos en 1936 y toma la nacionalidad americana en 1943. Víctima de la droga, depresivo, no encontrará su lugar en la Europa de la postguerra. El 21 de mayo de 1949 Klaus Mann muere en Cannes como consecuencia de una sobredosis de somníferos. Es autor, entre otras obras, de las novelas Mephisto (1936) y El volcán (1939).
Diego Medrano EL COMERCIO / LA VOZ DE AVILÉS
Premio Stendhal 2008: “¿Estáis locos?” Premio de Traducción Stendhal 2008 a una obra maldita de René Crevel por primera vez en castellano: “¿Estáis locos?” (Cabaret Voltaire). El propio Crevel en la portada: cabeza ladeada, ojeras de murciélago, labios pintados, corbata negra, trágico, bufón. “¿Estáis locos?” es muchas cosas: el desorden revelador de los surrealistas, la enfermedad como hilo conductor de la obra, el collage como escudo y voz narradora, la perdición de la piltrafa, una bohemia de “sanatorio rascacielos” y “balcón celdilla”, la soledad como tortura, la fuga como segunda vida. Todo en Crevel es maravilloso: bisexual, alcohólico, drogadicto, loco, adorador de la enfermedad y siempre en su misma rabia. Lo que de él dijo o escribió Jean Michel Devésa: “La literatura, para Crevel, es una máquina de escribir la vida; una máquina para triturar los textos, para amasar palabras e impresiones, para restituir en las obras la pátina temblorosa del mundo”. Algo muy surrealista y muy drástico o voraz: la sinceridad en literatura. René Crevel, quien se divertía durante horas, sentado en una silla, con el cadáver de su padre colgado de una viga, con el suicidio de su padre que a él sólo reportaba carcajadas al ser descubierto; teórico de la dinámica de la ensoñación hasta el delirio, seductor de Man Ray y Gertrude Stein, amante durante unos meses de Klaus Mann (hijo díscolo de Thomas Mann). El Crevel toxicómano, politoxicómano, drogota, yonqui, tuberculoso renal, siempre pensando en quitarse la vida con la manecilla del gas. Lo que del propio autor dijo André Breton: “Sin él, le hubiera faltado al surrealismo una de sus más hermosas volutas”. Voluta de humo, cara de humo ladeada en la portada de su novela, casi mimo o héroe delgado y frágil de sí mismo. Deambula por París muy enfermo, escupe sangre, ambos pulmones tocados, afectados, mientras arrastra sus libretas como lastre, mientras la escritura, oh, es una tercera o cuarta enfermedad en el bolsillo, desazonado por haber defraudado la estética psicoanalítica: “Es que nunca me apeteció acostarme con mi madre”. Lector de Ibsen, teórico de la música –muy presente en esta novela-, bohemio de Berlín y París, pánico alado frente al espejo, franca oralidad de violín de otoño. Casi azabache u oro.

8/2/09

Laura Castro solodelibros
En estos sus “Recuerdos de egotismo”, Stendhal hace un repaso del tramo de su vida comprendido entre 1821 y 1830 y, aunque con la clara conciencia de que esas páginas que escribe serán leídas por ojos ajenos, no dejan de suponer un ejercicio íntimo de búsqueda personal; un balance privado de los años pasados que parece brotar precisamente del diálogo entablado con el lector.
Stendhal regresó a París en 1821 después de una larga estancia en Milán. Dado su aborrecimiento por la capital francesa y las cuitas de amor que llevó consigo desde Italia, su vuelta a Francia estuvo marcada por un estado de ánimo atribulado. Los recuerdos de un amor no correspondido y la falta de afecto por sus compatriotas, marcan el recuerdo de sus primeros años de regreso en París.
Estos recuerdos, escritos a veinte páginas por sesión, como si fueran cartas, lo que desvela cierto interés del autor por desmenuzar de manera consciente sus impresiones pasadas; estos recuerdos, se caracterizan sin embargo por su vaguedad. Sumido en un estado que el propio autor califica como tumultuoso, la impronta de esos días se le presenta, y así se plasma en las páginas del libro, de una manera confusa y nebulosa. A menudo confuso sobre las fechas o los protagonistas de los hechos que narra, Stendhal reconoce que su ánimo de entonces era tal que las cosas parecían resbalar sobre su conciencia, pasándole inadvertidas o siendo despreciadas a propósito.
Volviendo la vista atrás, el autor examina, aunque sin demasiado detenimiento, la vida que llevaba entonces. Al inicio del libro se plantea:
¿He extraído todo el partido posible para mi felicidad de las situaciones que el azar durante los nueve años que acabo de pasar en París? ¿Soy un tipo sensato? ¿Poseo un auténtico sentido común?
Mientras que las dos últimas preguntas quedan en el aire (es difícil responderse uno mismo a esas cuestiones), la primera sí recibe contestación a lo largo del libro. Y es que el autor reflexiona sin cesar acerca de las múltiples ocasiones que se le presentaron en esos años de olvidar ese amor no correspondido que laceraba su alma. Insensato, reconoce haberse aferrado a él, ocultando celosamente ese sentimiento a los ojos ajenos; en parte, para mejor saborearlo, en parte, avergonzado de lo pueril de su actitud.
Varias veces a lo largo de estos “Recuerdos de egotismo” reconoce el autor que, a pesar de rondar los cuarenta años en aquella época, sentimentalmente no tenía más de veinte. Entregado con juvenil pasión al recuerdo de esa pasión desafortunada, desprecio la ocasión de amar a mujeres en las que, años después y desde una perspectiva que reconoce más madura, reconoce que hubiera podido hallar la felicidad.Pero, de igual manera reconoce que, en aquellos años de su retorno a París, carecía del ingenio que más adelante desarrollaría y que, a lo que parece, le confirió una nueva confianza en sí mismo. Por entonces, herido en lo sentimental e inseguro de sí, rehuía o descuidaba el contacto de quienes podrían haberle ayudado.
Al haber sido estos recuerdos escritos al correr de la pluma, sin posteriores correcciones (como el propio autor declara), respiran un estilo desenfadado, cercano y sincero que muestra a uno de los grandes autores de la literatura universal en su faceta más humana. Una invitación para conocer al hombre, más allá de su obra.