28/8/09

Cecilia Dreymüller Babelia EL PAIS
Berlín, a mediados de los años veinte: la capital alemana de la diversión y del vicio, la ciudad de los tugurios barriobajeros del Ángel Azul y, al mismo tiempo, la urbe modelo de Metrópolis, fabril, ultra moderna, de ritmo frenético. Pocos lugares en la Europa de entreguerras rezuman semejante potencia intelectual y creativa. La ciudad se ha convertido en un hervidero de genios y bohemios, nuevos ricos y proletarios politizados, mujeres emancipadas y bellezas venales. Tan electrizante como dura, Berlín es un crisol de clases, razas e ideologías que ha inspirado más de una novela extraordinaria, la primera de todas, Berlín Alexanderplatz, de Doblin.
Aunque probablemente ninguna de ellas posea el apasionamiento y el idealismo juveniles de La danza piadosa, de Klaus Mann. Escrita por el hijo mayor de Thomas Mann a los 19 años, respira toda la fascinación del recién llegado escritor en ciernes por la intensidad de la vida berlinesa, los bajos fondos y los placeres prohibidos. Y contiene una fervorosa declaración de principios a favor de los placeres amorosos y contra las convenciones de la moral sexual. Pues La danza piadosa no solamente rinde un homenaje a una ciudad y acomete un retrato perspicaz de una generación de jóvenes alemanes perdidos en el caos de la posguerra, sino constituye una de las primeras "novelas homosexuales".
Una época convulsiva, de galopante crisis económica y de grandes "confusiones", advierte el autor en el prefacio, se refleja en la existencia del protagonista, un candido joven de buena familia que llega a Berlín con el propósito de ser pintor. La vocación artística pronto se diluye en las juergas nocturnas con chaperos y cupletistas; el talentoso Andreas empieza a trabajar en un chabacano cabaret, donde se enamora sin perspectiva de un vivalavirgen desvergonzado. Klaus Mann, "el niño prodigio de su generación" y gran autobiógrafo, dibuja aquí, con levedad juguetona y sabiduría precoz, una primera imagen irónica de sí mismo. La artificialidad de los ambientes y el tono exaltado —atenuado en la solvente traducción de María Luz Blanco— no desmerecen de ninguna manera este relato sensual y sugestivo.
Luis Antonio de Villena Expansión
Venecia
Desde principios del siglo XIX (fenecida la República Serenísima) la ciudad de los canales adriáticos nunca ha dejado de ser una ciudad turística, y a menudo, como en los veranos, abarrotada. No estoy, por tanto, aconsejando un viaje canicular a Venecia -es mucho mejor en primavera o en otoño- y máxime con la famosa insalubridad del siroco. No, quiero proponerles que lean un bonito, lírico y muy esteticista volumen del poeta simbolista Henri de Régnier (estaba entre Verlaine y Mallarmé, fue académico) que acaba de publicar Cabaret Voltaire -Barcelona- recogiendo dos partes distintas: los Cuentos venecianos, más tardíos, de cuando ya la moda del simbolismo acababa, pero sobre todo los deliciosos Esbozos venecianos (1906) que tiene algo de relato evocativo y no poco de suave poema en prosa. Ahí, breve y jugosamente, a través de objetos antiguos, escenas varias y visitas a palacios o a ocultos canales desvencijados, surge para nosotros -limpísimo y mágico- el espíritu y la imagen de una Venecia finisecular que aún vemos (no ha habido grandes obras) pero tampoco podemos gozar del todo, si no es -en parte- imaginativamente. Quien nos hace de refinado guía, Régnier (1864-1936) fue uno de esos exquisitos estetas de entresiglos, con monóculo, alto, delgado, hiperestésico, como le gustaba decir a Rubén Darío, un personaje, en fin, como sacado de una novela de góticos crepúsculos, que naturalmente tuvo a Venecia como a una patria del alma. Los Esbozos venecianos son una delicia, y seguro estoy así, de que cuando vayan o vuelvan a la vieja y augusta Serenísima, buscarán, no el camino de los turistas, sino el de los canales recónditos, el de los 'campi' solitarios, y hasta el de los anticuarios donde encontrar un viejo tintero de Murano, color granada. Una bella evocación del esplendor pasado. Háganme caso.
Raül De Tena H magazine
El sirviente
Que aprendan esos escritorzuelos que piensan que un libro de menos de 600 páginas es poco más que un panfleto. A Robin Maugham le bastan escasas cien hojas para transmitir la inquietante y oscura relación que se establece entre un hombre y su mayordomo en el Londres de después de la Segunda Guerra Mundial. Con una prosa ágil y casi translúcida, el autor se adentra en las fauces de un lobo particularmente siniestro: escrito en una época en la que la inmoralidad era castigada con el ostracismo social, Robin Maugham no tiene miedo a mancharse de barro los bajos de los pantalones a la hora de transitar por un terreno ambiguo en el que la comodidad que le proporciona el sirviente a su amo no dista demasiado de las relaciones paterno-filiales, de pareja e incluso sadomasoquistas (por la carga de necesidad que comporta). Harold Pinter llevaría la historia a la gran pantalla en 1963, con Dirk Bogarde y James Fox como protagonistas. Pero, vista la extensión y las bondades del manuscrito original, no tienes excusa.

26/8/09

Laura Castro solodelibros.com
Robin Maugham logra en el El sirviente crear una parábola acerca de la debilidad humana y de lo fácil que suele resultar abandonarse pendiente abajo. Y para ello no se sirve de un pesado tono moralizante, sino de una historia ligera, que atrapa la atención del lector por su planteamiento inusual.
Richard Merton actúa como narrador y testigo de la decadencia de su amigo Tony, que acaece después del reencuentro de ambos en el Londres de la posguerra. Merton construye la historia a través de lo que él mismo vio y lo que terceras personas le contaron y, raras veces, narra lo que el propio Tony le contó al respecto de su historia. Tal vez por eso le falta a “El sirviente” algo de tensión, una perspectiva que se sitúe más próxima a la degeneración de Tony, que le siga los pasos de cerca, explicándola pormenorizadamente y volviendo más aprehensible para el lector lo que de miseria moral hay en ella. Pero no obstante lo anterior, el narrador logra transmitir una idea clara de los sucesos y resulta sencillo hacerse una idea de las motivaciones del desgraciado Tony quien, poco a poco, va deslizándose hacia el vicio.
La originalidad de “El sirviente” radica en lo atípico de la adicción de Tony, cuyo hábito malsano no es otro que la comodidad. Su tendencia a la molicie se verá refrendada por la solicitud de su nuevo criado, quien poco a poco irá convirtiéndose en el señor de su amo. Imperceptiblemente, irá modificando sus rutinas so pretexto de hacer su vida más cómoda, hasta que Tony sea completamente dependiente de él.
Acierto del autor es servirse de un narrador que únicamente ve al protagonista de manera intermitente, de forma que cada vez que Richard Merton se reencuentra con su amigo, puede apreciar los cambios acontecidos. De este modo, lo que pierde el relato en cuanto a lo que podría ser una morosa escalada de la intensidad dramática, lo gana por otra parte en agilidad y precisión.
La novela ofrece así una enseñanza sobre la forma en que el ser humano se abandona y sacrifica todo por un vicio. El vicio es en este caso la comodidad, y aunque puede parecer una adicción baladí, deja de serlo desde el momento en que Tony está en manos de su sirviente, que es quien se la procura. Al ceder a su criado el dominio de su vida, de sus costumbres y de sus ideas, queda patente su debilidad de adicto. De hecho, la magnitud de la degeneración de Tony se plasma en la idea escandalosa de la abolición de las barreras sociales que deben separar a amo y criado.
La historia se complica además con el romance que Tony mantiene con una menor que, presuntamente, es sobrina de su criado. Este suceso dejará como secuela el gusto del protagonista por las muchachas púberes, que su fiel criado se encargará de conseguirle e, incluso, compartirá con él. Pero este hilo de la trama, con el que Robin Maugham pretendía tal vez incidir en la degradación moral de su protagonista y en su total dependencia de la tétrica figura del sirviente, resulta quizá una vuelta de tuerca innecesaria. No le resta interés, pero la novela llegaría a buen término aun sin ese matiz, gracias a que es una historia bien planteada y bien resuelta.