12/3/11

Cabaret Voltaire publica
los Cuentos Droláticos de Balzac
con 425 ilustraciones de Doré
CABARET VOLTAIRE Descatalogados desde hace más de 100 años, Cabaret Voltaire recupera los Cuentos droláticos de Balzac en una magnífica traducción de los profesores Lydia Vázquez Jiménez y Juan Manuel Ibeas Altamira. En esta edición incluimos los cuentos completos y los 425 grabados que Gustave Doré realizó para la edición francesa de 1855.
Publicados entre 1832 y 1837, constituyen un proyecto insólito de escritura lúdica e imitación, cuya exuberancia y fantasía en el uso de un lenguaje inventado significó un escándalo para el mundo literario de la época.
En esta obra de Balzac el sello Doré resulta inconfundible, aunando lo grotesco y lo sublime, las caricaturas más horrendas abrazan a las más hermosas doncellas en un entorno en ocasiones estrambótico, en otras mágico y en otras señorial y fastuoso.
http://www.cabaretvoltaire.es/index.php?id=144
Las peculiares memorias
de Thomas Penman
de Bruce Robinson
en notodo.com por David Cano
DAVID CANO Inmediatamente después de leer la camisa que se agarra a este libro a uno le entran ganas de devorarlo rápido, sin pausa, compulsivamente hasta el final. Viene siendo una norma en una editorial como Cabaret Voltaire (bravo por este nombre de tantas cosas evocativo) y no sólo por saber seducirnos desde fuera, sino por recuperar la desapercibida calidad que encontramos dentro en un catálogo prominente. Inevitablemente el morbo autobiográfico del creador de Withnail and I, una de las películas de obligada revisión donde también Bruce Robinson exhibe sin pudor, y exquisitamente caracterizada, parte de su memorable biografía, le hacen a uno consumir el libro como si de un cigarrillo se tratase: a grandes caladas que queman y que, saboreadas con un goce dañino y libidinoso, exhalan satisfacción, inquietud y deseo de inhalar más en la próxima chupada. La prosa ágil, desnuda, adictiva y rítmica del inglés pervierte con brío los sentidos desde el primero de los capítulos en el que conocemos a un niño de trece años, Thomas Penman, y lo ubicamos en una Inglaterra de los 50 más bien fosca y en una vivienda de ecos victorianos grotescos que huele a humedad, a secretos ocultos, a resina, a grasa reseca, a rencor y a mierda (no sólo) de perro. Él es el benjamín de una familia disfuncional como podría ser ésa de la que patológicamente nos enamoramos (en Léolo), como podría ser cualquiera, la tuya o la mía, pues el nicho familiar es también un agujero inhóspito de hostilidad, incomunicación y, digámoslo suavemente, fatalidad y mentiras. Aunque aquí se exalten con primacía.
Thomas es un niño de sensibilidad e inteligencia poco recomendables a su edad. Carga el peso de una implacable culpa y es víctima de la animadversión. Detesta a su madre porque es un ser pusilánime y vencido. Mabs, que así se llama ella, se comunica con ése que se llama su padre, Rob, al que todavía odia más por innumerables motivos, a través de las heces de los perros que defecan a sus anchas por esa casa quejumbrosa en la que sin remedio vive. La peste se expande como el silencio hacia su hermana Bel y su abuela Ethel, que comparten este delicioso entorno de podredumbre y miseria afectiva. Y es con Walter, el abuelo, con el único que tiene una relación donde podemos hablar de algo así como amor sincero y convaleciente. Es, como el desvelar los secretos que inundan mohosa, pero imperceptiblemente la casa, lo único que quiere en este hostil entorno. Walter es un veterano de la Primera Guerra Mundial que colecciona pornografía (algo que, como la lírica desazonadora y opaca, pero lúcida, el humor negro o la violencia - no sólo- simbólica, está muy presente en el texto) y con el que Thomas ha aprendido a comunicarse en morse, no sólo por necesidad, sino porque es la única persona de la familia con quien puede hacerlo. Está muy enfermo de cáncer y el desarrollo de su enfermedad metaforiza con exactitud la dolencia y el malestar que desquicia y resquebraja ese hogar en la narración. Thomas procura evadirse de ello a través de las vivencias de la adolescencia en camino de la pubertad, del alcohol ingestado, del sudor y la rebelión de las hormonas, de los pitillos torpemente fumados, de la fascinación escatológica y, otra vez, de toda la mierda que brota y necesita purgar. De quebrantar prohibiciones, de huir de la humillación, de escarceos sexuales, de secretos ligeros y escondites que son trincheras frente a lo hoscoso de un austero Broadstairs, más que insportable, indescriptible,…. ---- …. -- - …., incluso en morse. Éstas, no vagas distracciones, junto al despertar del amor adolescente y pudoroso que siente por su compañera de clase, Gwendolin, la represión insidiosa y su conformidad insatisfecha en su amistad con un insulso Maurice -hijo del reverendo Potts, para el que también Penman tiene una buena ristra de calificativos-, y algunas referencias a Dickens (mediante las que el autor filtra su devoción), articulan un texto brillante y enfermizo sobre la identidad y la insatisfacción. Sobre la aceptación de la vida y de la muerte, sobre el amor y la verdad, duela o no, que está por venir desenvolviendo el secreto. Sobre la patología humana y su inagotable capacidad aberrante. Sobre ser, estar, consumirse y sobrevivir. Éstas son Las peculiares memorias de Thomas Penman. Excéntricas y magníficas aunque huelan a mierda.

12/2/11

Just a Gigolá
por Fernando P. Fuenteamor
en divertinajes.com
FERNANDO P. FUENTEAMOR Francia, año 1972. Han pasado cuatro desde el Mayo del 68, aquel sarpullido libertario que infectó durante unos meses la grandeur de la France y levantó los adoquines de la plaza de la Bastille para encontrar debajo la arena de la playa, y que, a su vez, hizo verdadera también aquella máxima que reza: “todo debe cambiar para que siga igual”.
Y sino que se lo pregunten a Laure Charpentier, garçonne terrible que contaba sólo veinte años en la época y que ya había hecho carrera desde los quince por Pigalle, Place Blanche, y los safogaritos del Boulevard de Clichy.
Laure, garçonne convencida, escribió, entre afiebrada y desbordada, una crónica galante de su vida en esos años en que se convirtió en una asidua de las noches de lugares tan míticos entre el planeta Lesbos parisino como, Le Monocle (una de las señas de identidad de las garçonnes, junto al smoking y el bastón) o Chez Monue por poner dos ejemplos. Su título: Gigolá, que ahora nos presenta en castellano, en una impecable traducción de Lydia Vázquez Jiménez, la editorial
Cabaret Voltaire, tan amante de los saltos mortales literarios.
Jean-Jacques Pauvert, su primer editor, creyó en 1972 tener entre manos un original que podía causar el mismo escándalo y revuelo mediático que Françoise Sagan había organizado dieciocho años antes con Bonjour Tristesse. Y a punto estuvo; pero topó con la voraz censura de la época que prohibió su venta y difusión. Era demasiado crudo presentar, entre otras muchas cosas, como una lesbiana joven le metía su bastón con una empuñadura con forma de cabeza de pitón a su clienta, una respetable, rica y elegante sesentona burguesa, y la hacía gozar como una perra. En el mismo año, sin embargo, Bertolucci presentaba su película escándalo El último tango en París, donde Marlon Brando untaba de “pure beurre de vache” los genitales de María Schneider (recién desaparecida, la pobre) antes de montársela, y nadie se rasgó las vestiduras. Esto sólo demuestra, como en tantas otras cosas, la doble moral aplicada sobre los divertimentos sexuales según vengan éstos del cotè homosexuelle ou heterosexuelle, por decirlo a la gala manera.
Laure Charpentier tuvo que esperar treinta años, se dice pronto, para ver publicada Gigolá. Pero a pesar de este descalabro inicial siguió escribiendo, y esta vez sin problemas de publicación, varias obras entre las que destacan Le Coeur qui flanche (1979); Toute Honte bue (1981); Maison à vendre (2001)y Tristeza (2005).
Pero, ¿qué hace a Gigolá ser una novela tan especial para cualquier tipo de lector? ¿Por qué atrapa desde el arranque? Sin duda alguna por su autenticidad, por su canto a la libertad personal, por abordar todos los tabúes sexuales con una naturalidad pasmosa, por su amoralidad epicúrea, y, además, de todo eso, por estar muy bien escrita. Así son las aventuras de esta joven garçonne, palabra de imposible traducción al castellano sin que pierda algún matiz en el camino porque en ella está implícita toda una forma de entender la existencia según cuenta su autora a la traductora en una reveladora entrevista que acompaña a la novela: “Para nosotras las garçonnes, vestirnos como dandis, de smoking, con sedas salvajes, terciopelos y rasos, usar bastón, o el famoso monóculo no era una cuestión de mujeres, sino una filosofía de vida, una exigencia de nuestra ética”.
Si la ya citada Sagan en Bonjour Tristesse realizaba una radiografía del aburrimiento burgués en los cincuenta, de su tedium vitae, de su falta de alicientes y de su abocamiento a la desaparición, me da por pensar que Celine, su adolescente protagonista, podría haberse convertido con los años en la madre de Laure-Gigolá, en una pérfida secuela en la que Charpentier, en los antípodas de la ñoñez crónica de la que adolece toda la obra de la Sagan, se explayara a su gusto. Pero advierto que esta disquisición bebe ser tomada como una simple boutade literaire y personal del que esto escribe.
Gigolá pese a su juventud es una lesbiana pura y dura, que asume el rol masculino y se trasviste de hombre, que adopta orgullosamente sus ademanes y posturas, aunque reconozca en cierta ocasión que se le resiste la apertura de piernas que suelen adoptar los verdaderos machos al sentarse. Una lesbiana que lo mismo chulea a una patética prostituta de Pigalle que a una vieja dama indigna perteneciente a la casta superior de los millonarios; que es capaz de moverse con la misma soltura en los ambientes tabernarios que en los elegantes restaurantes y salones de la alta sociedad. Que descubre el verdadero amor y lleva su virilidad congénita hasta el más crudo exacerbamiento y hasta sus últimas consecuencias en un final no por esperado, menos impactante.
Gigolá, en fin, debe ser considerada como una novela referencial, que no militante, sobre la homosexualidad femenina, que trata sobre las mujeres verdaderamente libres, no sólo liberadas, y que se alza varios estadios de altura por encima de cualquier otra novela escrita recientemente sobre este tema por la calidad de su escritura y la amplitud de su discurso. En unas semanas se estrenará en nuestro país la película que su misma autora realizó el pasado año sobre la novela con un reparto que incluye a Lou Dillon (hija de Jane Birkin), Marisa Berenson, y los españoles, Marisa Paredes, Rosy de Palma y Eduardo Noriega.

30/1/11

Cabaret Voltaire publica
Gigolá de
Laure Charpentier
CABARET VOLTAIRE París, años sesenta. Cansada de sus estudios de medicina y todavía marcada por el suicidio de su amante, Laure se refugia en el alcohol, reniega del amor y emprende un peligroso y excitante camino hacia las profundidades de la vida nocturna del barrio de Pigalle. Pronto se convierte en Gigolá, una joven garçonne, atractiva por su rebeldía —de pelo corto, bastón en mano y vestida de smoking de terciopelo negro—, que vende su cuerpo, como un desafío, en los locales de moda de la plaza Blanche y en garitos del Boulevard de Clichy.
Esta transgresora novela, pionera de las tendencias femeninas actuales, retrata fielmente el fenómeno de las garçonnes, personajes fascinantes y perturbadores que marcaron toda una época. Censurada en 1972, la editorial francesa Fayard la recupera, en 2002, 30 años más tarde.
En 2010 la propia autora lleva Gigolá a la gran pantalla. La película la protagonizan Lou Doillon, hija de Jane Birkin, junto a los actores españoles Marisa Paredes, Eduardo Noriega y Rossy de Palma.

23/1/11

Las peculiares memorias
de Thomas Penman
de Bruce Robinson
libro del mes en Bendito Atraso
por Kiko Amat
KIKO AMAT Los grandes hombres también lloran, y los artistas geniales también patinan. Nadie se libra de meter la pata: es parte del proceso creativo-educativo, es parte del crecer, del andar, y desde luego del escribir y del componer. Kurt Vonnegut, sin ir más lejos, tiene en su haber varias novelas de Suficiente bajo (autopuntuadas así por él mismo, de hecho), A start in life de Sillitoe es algo mediocre (y, en cualquier caso, demasiado larga), Dog run de Arthur Nersesian completamente innnecesaria y relamida (y encima salen perros), el The wanderer de Kevin Rowland un memorable excremento, las novelas 70’s-80’s-90’s de Shena Mackay una chapa notable (y altamente girly), Head to toe de Joe Orton una lata, This is the modern world inconsistente y más bien regular en cuanto a composición (excepto “The combine”), y podría seguir y seguir citando ejemplos hasta que se helasen los infiernos. Como artista, uno acaba –ocasionalmente, sin hacer de ello una costumbre- creando material de inferior calidad; por fuerza, porque no hacerlo se antoja imposible. Nadie es perfecto, que diría Billy Wilder (su Kiss me, stupid, de hecho, es una auténtica porquería; sólo se salva por la aparición de Dean Martin haciendo de él mismo). No, nadie es perfecto; esa es la verdad. Excepto Mose Allison. Y eso nos lleva a empellones al rellano mismo del buen Bruce Robinson. Dios sabe que el hombre ha realizado algunos ñordos memorables a lo largo de su carrera, queridos amigos de Bendito Atraso, y tal cosa nos duele en el alma, y aquí y allí también. Que el guionista y director de Withnail & I –una de nuestras diez películas favoritas de todos los tiempos, sin discusión, sin debate, sin turno de réplica- realizara unos años después Cómo triunfar en publicidad (1989) ya fue inquietante, de nada serviría mentirles. El filme no era absolutamente abyecto -la denuncia al mundo publicitario resultaba más que celebrable, el argumento tripioso y hunter-s-thompsoniano tenía alguna escena decente, Richard E. Grant estaba en ella magnífico (como es habitual)- pero desde luego representaba un descenso descalabrante por la escalera del genio para alguien que había firmado –insistamos- Withnail & I. No contento con eso, el GRAN Robinson –incapaz aparentemente de detener su proceso de inmersión en las simas onerosas del has-been-ismo- dirigió Jennifer 8, para la cual no tenemos palabras no-ofensivas. Y, por si lo dicho no fuese suficiente, en breve se dispondrá a poner ante nuestras fauces su adaptación de The rum diary, algo que francamente nos llena de congoja (el protagonista es Johnny Depp. Cristo, ¿Por qué nos has abandonado?). Y justo cuando estábamos a punto de plantificarle a nuestro ídolo y guía un visible letrero luminoso de One-Hit-Wonder en la cocorota, de calificarle para siempre de galleta humedecida e incomestible y carente por completo de toda la consistencia original, leemos Las peculiares memorias de Thomas Penman, su novela de 1998. Y suspiramos con ostentoso alivio. Bienvenido a casa, Bruce. Las peculiares memorias de Thomas Penman es una clásica novela de iniciación, de ritos de tránsito niño-a-joven, y ostenta de forma reluciente todos los factores que hacen entrañables a este tipo de libros: amoríos en ciernes (con la guapa de la clase, encima), vida en familia y familiares extravagantes, abuelo moribundo, encantador vínculo secreto abuelo-benjamín (nadie más parece comprenderles), mejor amigo taimado y traicionero, sexo y muerte, progenitores en alarmante proceso de descomposición marital (y un pater familias que es un acemila y un adúltero de tomo y lomo), pornografía antigua, ruidosos pedos, código Morse, enemas arbitrarios y la fotografía de una señora con una cabeza de pato emergiéndole del orificio rectal. Bueno, a decir verdad, estos últimos factores no son moneda común en todas las novelas de iniciación; pero forman parte de esta, qué carajo quieren que les diga. El propio Thomas Penman, poeta autodidacta de trece años y protagonista de estas memorias, lo define casualmente en un fragmento en que trata de justificar la temática macabra de sus poesías: “Si se reducía todo a las partes que lo componían, los ingredientes domésticos eran del orden de: cáncer, odio, pubertad, divorcio, mierda de perro, carne de perro y muerte”. La acción trascurre en la monocromática, apacible y comatosa Inglaterra rural de los años 50, y no hace falta ser un lince para intuir que la fuente de la mayoría de sucesos de la trama es la vida del propio autor. Ningun problema con ello, porque si algo expone el axioma Robinsoniano con certera irrevocabilidad es que cuando Robinson agarra de su propia vida, realiza genialidades (Withnail & I) y cuando no… En fin, le sucede lo que a John Fante cuando, en un futil gesto de “modificar la temática de sus libros”, empezó a hablar de inmigrantes filipinos y su circunstancia, y soltó un par de humeantes (y fraudulentas) bostas literarias que jamás hubiese emitido de ceñirse a hablar de aquello que conocía y le era cercano. Él, vamos. Él y su padre, y los italoamericanos peludos y bigotudos con camiseta imperio que componían su círculo habitual. A Bruce Robinson le sucede algo parecido, y por ello es de celebrar que acabara aceptando la dura realidad y se decidiera a enfrentarse a su infancia en el Kent pueblerino de los fifties. Posiblemente, uno de los lugares físicos más aburridos que han existido y existirán jamás en el universo (sin contar Catalunya, en cualquier era), y que no se redimiría de esta estulticia genética hasta que llegaron cabalgando las hordas del Medway Sound, Childish y todos los suyos, a finales de los 70’s. En cualquier caso, aquel aburrimiento no existe en la cabeza de Thomas. Thomas tiene distracciones a mansalva: su abuelo, fan del morse y de la pornografía, así como ex-combatiente en la Gran Guerra y única persona que parece querer al joven, está muriendo de cáncer. Sus padres se encuentran en medio de una Gran Guerra privada, la beligerancia de ambos atizada por las frecuentes escapadas adúlteras de Rob, el ceporro y filo-fascista del padre. De hecho, Thomas empieza a inquietarse progresivamente por las escasas similitudes físicas y cerebrales entre aquel alcornoque y él mismo, hasta que en su mente empieza a perfilarse una duda que en realidad es un secreto. Un secreto que sólo conoce su abuelo. Desgraciadamente, éste se niega a desvelarlo (aunque se decidiese a hacerlo podría estar inventandose la respuesta, pues “ambos eran expertos mentirosos”), y para colmo parece estar un poco gagá. Por añadidura, la casa cada día huele más a mierda de perro, y su madre está tratando de asesinar a su padre a base de comida: “Ella lo castigaba con carne (…) Podía odiar la cocina, pero a él le odiaba más”. En cuanto a Thomas Penman, ese entrañable Holden Caulfield aldeano, es “un enano asmático de trece años con grandes orejas y aspecto poco saludable” que desde su infancia tiene la sana costumbre de irse cagando por todas partes (“No era nada patológico, no le ocurría nada malo, no padecía incontinencia ni nada parecido. Simplemente cagaba donde quería”) y/o esconder sus calzas excrementicias en los más imaginativos lugares del hogar. Es su protesta, parecida a las “huelgas fecales” de Bobby Sands y los suyos en las prisiones inglesas, sólo que Thomas la proyecta mayormente hacia su padre, ese bruto pichabrava. Y entonces hace su aparición la encantadora Gwen Hackett, de la que Thomas se enamora perdidamente, y se descubre la mencionada foto de la señora con el pato vivo emergiendo de su réctum, y una adivinadora le lee la mano a Thomas y… En fin, ahí la tienen, ante sus ojos: una magnífica novela de iniciación, llena de humor fino, de diálogos geniales y ajustados al milímetro, llenos de wit e ironía inglesa (no podía ser de otro modo, tratándose del autor de Withnail & I), de duda y pasión puberticia, de escatología, personajes inolvidables, porno pachucho, sexo furtivo y –hemos de insistir en ello- la instantánea de una mujerzuela que acarrea la cabeza de un pato vivo en su anus. Dios santo: ¿no suena esto al tipo de novela que ustedes están deseando leer en estos precisos momentos? Sin duda lo será. Emotiva y dulce, aunque no por ello menos hilarante, Las peculiares memorias de Thomas Penman es a la vez un libro memorable y un retorno espléndido. Oh, y un debut (pues es un debut, al menos en cuanto a narrativa) espectacular. Aquí se la dejamos: suya es.