12/3/11

Cabaret Voltaire publica
los Cuentos Droláticos de Balzac
con 425 ilustraciones de Doré
CABARET VOLTAIRE Descatalogados desde hace más de 100 años, Cabaret Voltaire recupera los Cuentos droláticos de Balzac en una magnífica traducción de los profesores Lydia Vázquez Jiménez y Juan Manuel Ibeas Altamira. En esta edición incluimos los cuentos completos y los 425 grabados que Gustave Doré realizó para la edición francesa de 1855.
Publicados entre 1832 y 1837, constituyen un proyecto insólito de escritura lúdica e imitación, cuya exuberancia y fantasía en el uso de un lenguaje inventado significó un escándalo para el mundo literario de la época.
En esta obra de Balzac el sello Doré resulta inconfundible, aunando lo grotesco y lo sublime, las caricaturas más horrendas abrazan a las más hermosas doncellas en un entorno en ocasiones estrambótico, en otras mágico y en otras señorial y fastuoso.
http://www.cabaretvoltaire.es/index.php?id=144
Las peculiares memorias
de Thomas Penman
de Bruce Robinson
en notodo.com por David Cano
DAVID CANO Inmediatamente después de leer la camisa que se agarra a este libro a uno le entran ganas de devorarlo rápido, sin pausa, compulsivamente hasta el final. Viene siendo una norma en una editorial como Cabaret Voltaire (bravo por este nombre de tantas cosas evocativo) y no sólo por saber seducirnos desde fuera, sino por recuperar la desapercibida calidad que encontramos dentro en un catálogo prominente. Inevitablemente el morbo autobiográfico del creador de Withnail and I, una de las películas de obligada revisión donde también Bruce Robinson exhibe sin pudor, y exquisitamente caracterizada, parte de su memorable biografía, le hacen a uno consumir el libro como si de un cigarrillo se tratase: a grandes caladas que queman y que, saboreadas con un goce dañino y libidinoso, exhalan satisfacción, inquietud y deseo de inhalar más en la próxima chupada. La prosa ágil, desnuda, adictiva y rítmica del inglés pervierte con brío los sentidos desde el primero de los capítulos en el que conocemos a un niño de trece años, Thomas Penman, y lo ubicamos en una Inglaterra de los 50 más bien fosca y en una vivienda de ecos victorianos grotescos que huele a humedad, a secretos ocultos, a resina, a grasa reseca, a rencor y a mierda (no sólo) de perro. Él es el benjamín de una familia disfuncional como podría ser ésa de la que patológicamente nos enamoramos (en Léolo), como podría ser cualquiera, la tuya o la mía, pues el nicho familiar es también un agujero inhóspito de hostilidad, incomunicación y, digámoslo suavemente, fatalidad y mentiras. Aunque aquí se exalten con primacía.
Thomas es un niño de sensibilidad e inteligencia poco recomendables a su edad. Carga el peso de una implacable culpa y es víctima de la animadversión. Detesta a su madre porque es un ser pusilánime y vencido. Mabs, que así se llama ella, se comunica con ése que se llama su padre, Rob, al que todavía odia más por innumerables motivos, a través de las heces de los perros que defecan a sus anchas por esa casa quejumbrosa en la que sin remedio vive. La peste se expande como el silencio hacia su hermana Bel y su abuela Ethel, que comparten este delicioso entorno de podredumbre y miseria afectiva. Y es con Walter, el abuelo, con el único que tiene una relación donde podemos hablar de algo así como amor sincero y convaleciente. Es, como el desvelar los secretos que inundan mohosa, pero imperceptiblemente la casa, lo único que quiere en este hostil entorno. Walter es un veterano de la Primera Guerra Mundial que colecciona pornografía (algo que, como la lírica desazonadora y opaca, pero lúcida, el humor negro o la violencia - no sólo- simbólica, está muy presente en el texto) y con el que Thomas ha aprendido a comunicarse en morse, no sólo por necesidad, sino porque es la única persona de la familia con quien puede hacerlo. Está muy enfermo de cáncer y el desarrollo de su enfermedad metaforiza con exactitud la dolencia y el malestar que desquicia y resquebraja ese hogar en la narración. Thomas procura evadirse de ello a través de las vivencias de la adolescencia en camino de la pubertad, del alcohol ingestado, del sudor y la rebelión de las hormonas, de los pitillos torpemente fumados, de la fascinación escatológica y, otra vez, de toda la mierda que brota y necesita purgar. De quebrantar prohibiciones, de huir de la humillación, de escarceos sexuales, de secretos ligeros y escondites que son trincheras frente a lo hoscoso de un austero Broadstairs, más que insportable, indescriptible,…. ---- …. -- - …., incluso en morse. Éstas, no vagas distracciones, junto al despertar del amor adolescente y pudoroso que siente por su compañera de clase, Gwendolin, la represión insidiosa y su conformidad insatisfecha en su amistad con un insulso Maurice -hijo del reverendo Potts, para el que también Penman tiene una buena ristra de calificativos-, y algunas referencias a Dickens (mediante las que el autor filtra su devoción), articulan un texto brillante y enfermizo sobre la identidad y la insatisfacción. Sobre la aceptación de la vida y de la muerte, sobre el amor y la verdad, duela o no, que está por venir desenvolviendo el secreto. Sobre la patología humana y su inagotable capacidad aberrante. Sobre ser, estar, consumirse y sobrevivir. Éstas son Las peculiares memorias de Thomas Penman. Excéntricas y magníficas aunque huelan a mierda.

12/2/11

Just a Gigolá
por Fernando P. Fuenteamor
en divertinajes.com
FERNANDO P. FUENTEAMOR Francia, año 1972. Han pasado cuatro desde el Mayo del 68, aquel sarpullido libertario que infectó durante unos meses la grandeur de la France y levantó los adoquines de la plaza de la Bastille para encontrar debajo la arena de la playa, y que, a su vez, hizo verdadera también aquella máxima que reza: “todo debe cambiar para que siga igual”.
Y sino que se lo pregunten a Laure Charpentier, garçonne terrible que contaba sólo veinte años en la época y que ya había hecho carrera desde los quince por Pigalle, Place Blanche, y los safogaritos del Boulevard de Clichy.
Laure, garçonne convencida, escribió, entre afiebrada y desbordada, una crónica galante de su vida en esos años en que se convirtió en una asidua de las noches de lugares tan míticos entre el planeta Lesbos parisino como, Le Monocle (una de las señas de identidad de las garçonnes, junto al smoking y el bastón) o Chez Monue por poner dos ejemplos. Su título: Gigolá, que ahora nos presenta en castellano, en una impecable traducción de Lydia Vázquez Jiménez, la editorial
Cabaret Voltaire, tan amante de los saltos mortales literarios.
Jean-Jacques Pauvert, su primer editor, creyó en 1972 tener entre manos un original que podía causar el mismo escándalo y revuelo mediático que Françoise Sagan había organizado dieciocho años antes con Bonjour Tristesse. Y a punto estuvo; pero topó con la voraz censura de la época que prohibió su venta y difusión. Era demasiado crudo presentar, entre otras muchas cosas, como una lesbiana joven le metía su bastón con una empuñadura con forma de cabeza de pitón a su clienta, una respetable, rica y elegante sesentona burguesa, y la hacía gozar como una perra. En el mismo año, sin embargo, Bertolucci presentaba su película escándalo El último tango en París, donde Marlon Brando untaba de “pure beurre de vache” los genitales de María Schneider (recién desaparecida, la pobre) antes de montársela, y nadie se rasgó las vestiduras. Esto sólo demuestra, como en tantas otras cosas, la doble moral aplicada sobre los divertimentos sexuales según vengan éstos del cotè homosexuelle ou heterosexuelle, por decirlo a la gala manera.
Laure Charpentier tuvo que esperar treinta años, se dice pronto, para ver publicada Gigolá. Pero a pesar de este descalabro inicial siguió escribiendo, y esta vez sin problemas de publicación, varias obras entre las que destacan Le Coeur qui flanche (1979); Toute Honte bue (1981); Maison à vendre (2001)y Tristeza (2005).
Pero, ¿qué hace a Gigolá ser una novela tan especial para cualquier tipo de lector? ¿Por qué atrapa desde el arranque? Sin duda alguna por su autenticidad, por su canto a la libertad personal, por abordar todos los tabúes sexuales con una naturalidad pasmosa, por su amoralidad epicúrea, y, además, de todo eso, por estar muy bien escrita. Así son las aventuras de esta joven garçonne, palabra de imposible traducción al castellano sin que pierda algún matiz en el camino porque en ella está implícita toda una forma de entender la existencia según cuenta su autora a la traductora en una reveladora entrevista que acompaña a la novela: “Para nosotras las garçonnes, vestirnos como dandis, de smoking, con sedas salvajes, terciopelos y rasos, usar bastón, o el famoso monóculo no era una cuestión de mujeres, sino una filosofía de vida, una exigencia de nuestra ética”.
Si la ya citada Sagan en Bonjour Tristesse realizaba una radiografía del aburrimiento burgués en los cincuenta, de su tedium vitae, de su falta de alicientes y de su abocamiento a la desaparición, me da por pensar que Celine, su adolescente protagonista, podría haberse convertido con los años en la madre de Laure-Gigolá, en una pérfida secuela en la que Charpentier, en los antípodas de la ñoñez crónica de la que adolece toda la obra de la Sagan, se explayara a su gusto. Pero advierto que esta disquisición bebe ser tomada como una simple boutade literaire y personal del que esto escribe.
Gigolá pese a su juventud es una lesbiana pura y dura, que asume el rol masculino y se trasviste de hombre, que adopta orgullosamente sus ademanes y posturas, aunque reconozca en cierta ocasión que se le resiste la apertura de piernas que suelen adoptar los verdaderos machos al sentarse. Una lesbiana que lo mismo chulea a una patética prostituta de Pigalle que a una vieja dama indigna perteneciente a la casta superior de los millonarios; que es capaz de moverse con la misma soltura en los ambientes tabernarios que en los elegantes restaurantes y salones de la alta sociedad. Que descubre el verdadero amor y lleva su virilidad congénita hasta el más crudo exacerbamiento y hasta sus últimas consecuencias en un final no por esperado, menos impactante.
Gigolá, en fin, debe ser considerada como una novela referencial, que no militante, sobre la homosexualidad femenina, que trata sobre las mujeres verdaderamente libres, no sólo liberadas, y que se alza varios estadios de altura por encima de cualquier otra novela escrita recientemente sobre este tema por la calidad de su escritura y la amplitud de su discurso. En unas semanas se estrenará en nuestro país la película que su misma autora realizó el pasado año sobre la novela con un reparto que incluye a Lou Dillon (hija de Jane Birkin), Marisa Berenson, y los españoles, Marisa Paredes, Rosy de Palma y Eduardo Noriega.

30/1/11

Cabaret Voltaire publica
Gigolá de
Laure Charpentier
CABARET VOLTAIRE París, años sesenta. Cansada de sus estudios de medicina y todavía marcada por el suicidio de su amante, Laure se refugia en el alcohol, reniega del amor y emprende un peligroso y excitante camino hacia las profundidades de la vida nocturna del barrio de Pigalle. Pronto se convierte en Gigolá, una joven garçonne, atractiva por su rebeldía —de pelo corto, bastón en mano y vestida de smoking de terciopelo negro—, que vende su cuerpo, como un desafío, en los locales de moda de la plaza Blanche y en garitos del Boulevard de Clichy.
Esta transgresora novela, pionera de las tendencias femeninas actuales, retrata fielmente el fenómeno de las garçonnes, personajes fascinantes y perturbadores que marcaron toda una época. Censurada en 1972, la editorial francesa Fayard la recupera, en 2002, 30 años más tarde.
En 2010 la propia autora lleva Gigolá a la gran pantalla. La película la protagonizan Lou Doillon, hija de Jane Birkin, junto a los actores españoles Marisa Paredes, Eduardo Noriega y Rossy de Palma.

23/1/11

Las peculiares memorias
de Thomas Penman
de Bruce Robinson
libro del mes en Bendito Atraso
por Kiko Amat
KIKO AMAT Los grandes hombres también lloran, y los artistas geniales también patinan. Nadie se libra de meter la pata: es parte del proceso creativo-educativo, es parte del crecer, del andar, y desde luego del escribir y del componer. Kurt Vonnegut, sin ir más lejos, tiene en su haber varias novelas de Suficiente bajo (autopuntuadas así por él mismo, de hecho), A start in life de Sillitoe es algo mediocre (y, en cualquier caso, demasiado larga), Dog run de Arthur Nersesian completamente innnecesaria y relamida (y encima salen perros), el The wanderer de Kevin Rowland un memorable excremento, las novelas 70’s-80’s-90’s de Shena Mackay una chapa notable (y altamente girly), Head to toe de Joe Orton una lata, This is the modern world inconsistente y más bien regular en cuanto a composición (excepto “The combine”), y podría seguir y seguir citando ejemplos hasta que se helasen los infiernos. Como artista, uno acaba –ocasionalmente, sin hacer de ello una costumbre- creando material de inferior calidad; por fuerza, porque no hacerlo se antoja imposible. Nadie es perfecto, que diría Billy Wilder (su Kiss me, stupid, de hecho, es una auténtica porquería; sólo se salva por la aparición de Dean Martin haciendo de él mismo). No, nadie es perfecto; esa es la verdad. Excepto Mose Allison. Y eso nos lleva a empellones al rellano mismo del buen Bruce Robinson. Dios sabe que el hombre ha realizado algunos ñordos memorables a lo largo de su carrera, queridos amigos de Bendito Atraso, y tal cosa nos duele en el alma, y aquí y allí también. Que el guionista y director de Withnail & I –una de nuestras diez películas favoritas de todos los tiempos, sin discusión, sin debate, sin turno de réplica- realizara unos años después Cómo triunfar en publicidad (1989) ya fue inquietante, de nada serviría mentirles. El filme no era absolutamente abyecto -la denuncia al mundo publicitario resultaba más que celebrable, el argumento tripioso y hunter-s-thompsoniano tenía alguna escena decente, Richard E. Grant estaba en ella magnífico (como es habitual)- pero desde luego representaba un descenso descalabrante por la escalera del genio para alguien que había firmado –insistamos- Withnail & I. No contento con eso, el GRAN Robinson –incapaz aparentemente de detener su proceso de inmersión en las simas onerosas del has-been-ismo- dirigió Jennifer 8, para la cual no tenemos palabras no-ofensivas. Y, por si lo dicho no fuese suficiente, en breve se dispondrá a poner ante nuestras fauces su adaptación de The rum diary, algo que francamente nos llena de congoja (el protagonista es Johnny Depp. Cristo, ¿Por qué nos has abandonado?). Y justo cuando estábamos a punto de plantificarle a nuestro ídolo y guía un visible letrero luminoso de One-Hit-Wonder en la cocorota, de calificarle para siempre de galleta humedecida e incomestible y carente por completo de toda la consistencia original, leemos Las peculiares memorias de Thomas Penman, su novela de 1998. Y suspiramos con ostentoso alivio. Bienvenido a casa, Bruce. Las peculiares memorias de Thomas Penman es una clásica novela de iniciación, de ritos de tránsito niño-a-joven, y ostenta de forma reluciente todos los factores que hacen entrañables a este tipo de libros: amoríos en ciernes (con la guapa de la clase, encima), vida en familia y familiares extravagantes, abuelo moribundo, encantador vínculo secreto abuelo-benjamín (nadie más parece comprenderles), mejor amigo taimado y traicionero, sexo y muerte, progenitores en alarmante proceso de descomposición marital (y un pater familias que es un acemila y un adúltero de tomo y lomo), pornografía antigua, ruidosos pedos, código Morse, enemas arbitrarios y la fotografía de una señora con una cabeza de pato emergiéndole del orificio rectal. Bueno, a decir verdad, estos últimos factores no son moneda común en todas las novelas de iniciación; pero forman parte de esta, qué carajo quieren que les diga. El propio Thomas Penman, poeta autodidacta de trece años y protagonista de estas memorias, lo define casualmente en un fragmento en que trata de justificar la temática macabra de sus poesías: “Si se reducía todo a las partes que lo componían, los ingredientes domésticos eran del orden de: cáncer, odio, pubertad, divorcio, mierda de perro, carne de perro y muerte”. La acción trascurre en la monocromática, apacible y comatosa Inglaterra rural de los años 50, y no hace falta ser un lince para intuir que la fuente de la mayoría de sucesos de la trama es la vida del propio autor. Ningun problema con ello, porque si algo expone el axioma Robinsoniano con certera irrevocabilidad es que cuando Robinson agarra de su propia vida, realiza genialidades (Withnail & I) y cuando no… En fin, le sucede lo que a John Fante cuando, en un futil gesto de “modificar la temática de sus libros”, empezó a hablar de inmigrantes filipinos y su circunstancia, y soltó un par de humeantes (y fraudulentas) bostas literarias que jamás hubiese emitido de ceñirse a hablar de aquello que conocía y le era cercano. Él, vamos. Él y su padre, y los italoamericanos peludos y bigotudos con camiseta imperio que componían su círculo habitual. A Bruce Robinson le sucede algo parecido, y por ello es de celebrar que acabara aceptando la dura realidad y se decidiera a enfrentarse a su infancia en el Kent pueblerino de los fifties. Posiblemente, uno de los lugares físicos más aburridos que han existido y existirán jamás en el universo (sin contar Catalunya, en cualquier era), y que no se redimiría de esta estulticia genética hasta que llegaron cabalgando las hordas del Medway Sound, Childish y todos los suyos, a finales de los 70’s. En cualquier caso, aquel aburrimiento no existe en la cabeza de Thomas. Thomas tiene distracciones a mansalva: su abuelo, fan del morse y de la pornografía, así como ex-combatiente en la Gran Guerra y única persona que parece querer al joven, está muriendo de cáncer. Sus padres se encuentran en medio de una Gran Guerra privada, la beligerancia de ambos atizada por las frecuentes escapadas adúlteras de Rob, el ceporro y filo-fascista del padre. De hecho, Thomas empieza a inquietarse progresivamente por las escasas similitudes físicas y cerebrales entre aquel alcornoque y él mismo, hasta que en su mente empieza a perfilarse una duda que en realidad es un secreto. Un secreto que sólo conoce su abuelo. Desgraciadamente, éste se niega a desvelarlo (aunque se decidiese a hacerlo podría estar inventandose la respuesta, pues “ambos eran expertos mentirosos”), y para colmo parece estar un poco gagá. Por añadidura, la casa cada día huele más a mierda de perro, y su madre está tratando de asesinar a su padre a base de comida: “Ella lo castigaba con carne (…) Podía odiar la cocina, pero a él le odiaba más”. En cuanto a Thomas Penman, ese entrañable Holden Caulfield aldeano, es “un enano asmático de trece años con grandes orejas y aspecto poco saludable” que desde su infancia tiene la sana costumbre de irse cagando por todas partes (“No era nada patológico, no le ocurría nada malo, no padecía incontinencia ni nada parecido. Simplemente cagaba donde quería”) y/o esconder sus calzas excrementicias en los más imaginativos lugares del hogar. Es su protesta, parecida a las “huelgas fecales” de Bobby Sands y los suyos en las prisiones inglesas, sólo que Thomas la proyecta mayormente hacia su padre, ese bruto pichabrava. Y entonces hace su aparición la encantadora Gwen Hackett, de la que Thomas se enamora perdidamente, y se descubre la mencionada foto de la señora con el pato vivo emergiendo de su réctum, y una adivinadora le lee la mano a Thomas y… En fin, ahí la tienen, ante sus ojos: una magnífica novela de iniciación, llena de humor fino, de diálogos geniales y ajustados al milímetro, llenos de wit e ironía inglesa (no podía ser de otro modo, tratándose del autor de Withnail & I), de duda y pasión puberticia, de escatología, personajes inolvidables, porno pachucho, sexo furtivo y –hemos de insistir en ello- la instantánea de una mujerzuela que acarrea la cabeza de un pato vivo en su anus. Dios santo: ¿no suena esto al tipo de novela que ustedes están deseando leer en estos precisos momentos? Sin duda lo será. Emotiva y dulce, aunque no por ello menos hilarante, Las peculiares memorias de Thomas Penman es a la vez un libro memorable y un retorno espléndido. Oh, y un debut (pues es un debut, al menos en cuanto a narrativa) espectacular. Aquí se la dejamos: suya es.

17/4/10

Tereixa Constenla EL PAIS (31/03/2010)
El autor favorito de Mitterrand
Cada nueva novela se recibía con un viejo ritual: la visita del chófer del presidente de la República al domicilio del escritor para recoger un libro dedicado. François Mitterrand admiraba a aquel autor español que escribía en francés: Agustín Gómez Arcos (Enix, Almería, 1933-París, 1998), que triunfó en su voluntario exilio en Francia y fracasó en España, arrinconado en la esquina de los malditos.
Contra esa marginación pugna la editorial Cabaret Voltaire desde 2007, cuando publicó El niño pan (traducción de María del Carmen Molina Romero), al que siguieron El cordero carnívoro (2008), Ana no (2009) y, ahora, La enmilagrada (traducciones de Adoración Elvira Rodríguez). Gómez Arcos murió tras haber publicado 14 novelas en francés, haber sido finalista del premio Goncourt con dos obras -la editorial catalana publicará una de ellas, Escena de caza (furtiva), el próximo año-, haber sido condecorado con la Orden de las Artes y las Letras francesas con grado de caballero (1985) y oficial (1995) y ser estudiado en los liceos. Murió, en suma, como un escritor prestigioso y fue enterrado en el cementerio de Montmartre.
En España estaba muerto hacía mucho tiempo. Muerto para la cultura: sólo dos obras habían sido traducidas al español, Un pájaro quemado vivo (Debate, 1986) y Marruecos (Mondadori, 1991). Muerto en Enix, el pequeño pueblo de Almería que ya ni le recordaba y donde había nacido en una familia numerosa represaliada por su republicanismo. Muerto en Barcelona, la ciudad a la que se habían mudado tras la posguerra y de la que desapareció un buen día para abandonar los estudios de Derecho y consagrarse al teatro. Muerto en Madrid, donde brilló como dramaturgo (escribió 15 obras y ganó el Premio Nacional Lope de Vega en 1962 y 1966) y se estampó contra la férrea censura franquista.
Gómez Arcos había muerto incluso cuando Franco ya se había muerto. Eso era lo que más le enojaba. En 1985, en una visita a Madrid, con los socialistas en el Gobierno y a pesar de su buena relación con Felipe González y del estreno teatral de algunas de sus obras, lamentaba: "Me han cerrado todo con el mismo estrépito con que lo hizo el franquismo. Los políticos españoles han dejado sin contenido a la palabra libertad. Se pueden leer y ver obras en las que los personajes dicen tacos, muestran las tetas y se drogan. Pero en lo que respecta a la política, hay una censura feroz".
"Siempre fue un outsider que no aprovechó su éxito, pero a pesar de la parte cínica y la mala leche, le hubiera gustado ser reconocido en España", defiende Antonio Duque, el actor que alimentó durante 40 años su amistad con el escritor. Se habían conocido en el café Gijón y se convirtieron en inseparables. En Madrid compartieron piso con Miguel Narros, pero luego Duque arrastraría a Gómez Arcos a Londres y, en pleno 1968, a París. "Llegar y echar a correr todo fue uno", bromea el actor. Antes de irse, Gómez Arcos le escribió una carta a Manuel Fraga, a la sazón ministro de Información y Turismo, para quejarse del ninguneo que sufrió. Demasiado radical para la dictadura, pero también demasiado radical para la Transición, donde aún no había espacio para la memoria histórica que impregna la obra de Gómez Arcos, anticlerical, izquierdista y homosexual. "En aquel momento, España no quería mirar atrás y él no lo entendía porque ya había democracia", precisa Miguel Lázaro, coeditor de Cabaret Voltaire. Atrapado en esa relación ambigua con su país de origen, Gómez Arcos visitó con cierta frecuencia España en los noventa. Recibió algún reconocimiento tímido, pero los temas de sus obras estaban lejos de interesar en un momento en que el pasado seguía acechando sobre los cogotes. Su peripecia era atípica: pastor, estudiante modélico, prometedor dramaturgo, camarero buscavidas en Francia y profeta en tierra extraña, capaz de doblegar una lengua ajena como si fuera propia. Escribía sobre incestos, derrotados, homosexuales, luchadores y represiones.
Miguel Lázaro cree que la carga biográfica pesó como una losa sobre su vida y su literatura. "Cuando acaba la guerra tiene seis años y ve las consecuencias para su familia, cómo se cambia del tiempo de ilusión en que su padre era el alcalde republicano y su madre la panadera a otro de encarcelamientos y penurias", compara. Esa transición es patente en El niño pan, tan autobiográfica que causó una sublevación en su pueblo natal, Enix, cuando se publicó hace tres años. "No cambia nada, usa los nombres y los motes reales de familias que siguen allí", afirma Lázaro. Molestó tanto que se recogieron numerosas firmas para pedir que le retirasen su nombre a una calle y el nombramiento de hijo predilecto. El destino de los malditos.

28/2/10

Luis Antonio de Villena EL MUNDO (17 02 2010)
Orton: obsceno y libre
Hoy diríamos que Joe Orton (1933-1967) fue un macarrilla con talento, que pese a su trágica muerte, tuvo la suerte de empezar a ver cómo se renovaba un mundo muy caduco y en parte por su brillante teatro, como “Entertaining Mr. Sloane”, tantas veces representada en España como “El realquilado”.
Sí, hoy sabemos bien que pocos horteras tan horteras como los ingleses vulgares, los espantosos “hooligans”. Pero si Orton era así (y las fotos no lo desmienten) vivió el final de su vida y su éxito en el Londres de los “Beatles” para quienes iba a escribir un musical y también en el de las minifaldas der Mary Quant. Orton tenía un gran talento dramático –certificado por Pinter y por el mismo Tennessee Williams- pero tenía además un gran apetito de vida y esa pasión por el escándalo que iba con la época, cuando Inglaterra estaba al borde de abolir las rigurosas penas contra la homosexualidad que habían estado vigentes casi un siglo.
A Orton le gustaba la juerga y el sexo y empezaba a tener algo de dinero por primera vez en su vida. Pero tenía otro problema, un novio depresivo (y a la postre envidioso) medianamente culto pero sin talento creativo ninguno, que si al inicio ayudó a Joe relacionándole con el mundo de la cultura, al fin se deshacía de envidia y celos por los éxitos literarios y carnales de Joe. Stephen Frears hizo una excelente película sobre el tema, “Ábrete de orejas” (1987) basada en la biografía de John Lahr, especialista en Orton, y en la edición de sus diarios íntimos (en lo sexual son verdaderamente íntimos) que permanecieron inéditos en inglés hasta 1986. Ahora Cabaret Voltaire de Barcelona, vuelve a sacarlos en español, tras más de veinte años agotados.
El 9 de agosto de 1967 Kenneth Halliwell, el novio celoso de Orton, le mató abriéndole la cabeza a martillazos, para suicidarse él acto seguido con una sobredosis de barbitúricos. En la nota que dejó se lee llanamente: “Todo se aclarará si leen el Diario”. La última y breve entrada del diario de Orton (ocho días antes de la tragedia) dice: “Por la mañana me despedí de Kenneth. Estaba raro…” ¡Y tanto, diríamos! Pero antes han pasado por segunda vez el inicio del verano en Tánger –una de las partes mejores del diario- y ahí vemos aquella libertad hecha de sexo con jovencitos moros y juergas con viejas “locas” inglesas en una ciudad aún muy marcada por el turismo sexual… Para Orton todo son ofertas y futuro (tenía talento y garra el chico de barrio) y para Halliwell cada vez mediocridad, grisura y más mediocridad; sus nervios –incluso habituados al valium- no lo pudieron soportar. El “Diario”, por lo demás, seguirá escandalizando a muchos por la explicitud sexual en urinarios públicos o con adolescentes (muy jovencitos, sí) que sabían lo que hacían, pues entonces era más infamante –en Inglaterra- la homosexualidad en sí que la edad de la pareja.
El “Diario” habla también de sus relaciones íntimas, de chismes y trabajo literario y de su buena relación con su agente Peggy. Un gran diario íntimo de veras, que abarca sólo diez meses y que es una obra importante. En estos casos prematuros siempre queda la sensación, la nostalgia, de hasta dónde pudo haber llegado el claro hacer de Joe Orton; los estrechos dirán que de no haberlo matado su novio, lo habría hecho la heroína u otra droga, años más tarde… ¿Un maldito? El término no hace falta.

7/2/10

CABARET VOLTAIRE publica los Diarios de Joe Orton
El 9 de agosto de 1967, en Londres, el dramaturgo Joe Orton fue asesinadoa martillazos por su amante, Kenneth Halliwell, quien se suicidó inmediatamente después. Halliwell dejó una nota que decía: «Si leéis sus diarios todo quedará explicado».
«El genial y anárquico Orton, con su desenfrenada vida sexual, parece la encarnación del espíritu de los sesenta… Su historia puede interpretarse como un cuento con moraleja, un mito arquetípico, una historia clínica o el paradigma de una época.» The New York Review
Stephen Frears dirigió en 1987 la película "Ábrete de orejas" (Prick UpYour Ears) basada en los Diarios.

24/1/10

IX EDICIÓN PREMIOS CÁLAMO
PREMIO "OTRA MIRADA" 2009
"MI MARRUECOS" ABDELÁ TAIA

Taia se haconvertido en el gran defensor de la libertad en su país. No sólo de la libertad sexual, también de la libertad de pensamiento, la libertad de movimiento, la libertad de expresión... Mi Marruecos es un retrato de infancia y la historia de cómo se fue haciendo escritor. Me encantan las referencias a la cultura popular: el cine de Bruce Lee y Bollywood, la radio en español de Tánger... a la búsqueda en la basura de los americanos de una base cercana a su pueblo. Me encanta cómo persigue a algunos escritores, sin tocarlos, en especial a Mohammed Chukri y a Paul Bowles,(...) Félix Romeo ABC

El Fenómeno Taia merece ser seguido, porque va surgiendo despacio y firme un escritor de valía (...) Mi Marruecos nos lleva a un primitivo mundo de cálida intimidad y al joven que tiene que romper con él, para vivir (lejos) su identidad sexual. Luis Antonio de Villena EL MUNDO

15/1/10

CABARET VOLTAIRE participa en la exposición, organizada por el FAD, Petits editors, grans llibres. Pequeños editores, grandes libros.
La exposición estará en Barcelona, en la sede del FAD (Pl. dels Àngels 5-6, frente al MACBA) hasta el 22 de enero.

20/12/09

Hora 25 Cadena Ser Angels Barceló / Álvaro Zamarreño (15 12 2009)
Reconocer la homosexualidad en Marruecos
Cuando se habla del mundo árabe o musulmán son muchos países, sociedades y religiones diferentes. No es lo mismo Arabia Saudí que un país mucho más abierto como Líbano o Marruecos. Precisamente de allí es el escritor Abdala Taia, que acaba de publicar en España su libro 'Mi Marruecos'. Él fue el primero en reconocer públicamente su homosexualidad. Y aunque vive auto-exiliado en París, viaja frecuentemente a su ciudad natal, donde se considera que tiene una cierta protección desde el poder.
Taia atendió a Hora 25 desde la casa de su familia en Marruecos. ¿Si se siente un protegido? "Yo estoy apoyado por la prensa, por periódicos como Tel Quel o Le Journal, por jóvenes que se reconocen en ese gesto, que para nada son homosexuales pero sí se ven reflejados en ese desafío a la sociedad de no esconderse detrás de la ficción o de las películas o de las canciones", ha respondido.
En sus novelas habla de las historias de su propia biografía, cuando siendo niño se dio cuenta de que le gustaban sus compañeros, de sus primeras relaciones, de los abusos a menores. Fue silenciado, ignorado, aunque dice que, como individuos, todos los marroquíes son ignorados. Pero no se resigna a ser víctima.
"No soy una víctima en absoluto. Una víctima es alguien al que sólo le queda perder, llorar y no hacer nada. Hace mucho comprendí que no quería ser la víctima en que la sociedad marroquí quería convertirme. He comprendido que ellos, la sociedad, mi familia, mis amigos no me van a ayudar en cuanto a lo que soy. Así que esperé al momento de revelarme para ser quien soy".
Dice que todo eso de Internet y los chats está muy bien, pero que sólo si los jóvenes de verdad entienden lo que significa su libertad podrán hacer avanzar a su país. Es el mensaje final que les deja. "Sed osados: He publicado un libro, Carta a un joven marroquí, que se repartió el verano pasado gratis. En ese libro les pido a los jóvenes que salgan de la banalización del país. Que sean osados de verdad, que se muestren desnudos, que no esperen el beneplácito del rey, de papá o mamá. Que estamos en un periodo histórico, es nuestra identidad, es nuestro combate como sociedad para poder hablar, para poder ser".

6/12/09

Félix Romeo ABCD (21 11 2009)
Rápido, rápido
(...) BASURA AMERICANA. Más que Moncure March me interesa Abdelá Taia, y afortunadamente ya está bien traducido. Acaba de salir Una melancolía árabe (Alberdania) y ya está en las librerías Mi Marruecos (Cabaret Voltaire). Taia (Marruecos, 1973) se ha convertido en el gran defensor de la libertad en su país. No sólo de la libertad sexual, también de la libertad de pensamiento, la libertad de movimiento, la libertad de expresión...
Mi Marruecos es un retrato de infancia y la historia de cómo se fue haciendo escritor. Me encantan las referencias a la cultura popular: el cine de Bruce Lee y Bollywood, la radio en español de Tánger... a la búsqueda en la basura de los americanos de una base cercana a su pueblo. Me encanta cómo persigue a algunos escritores, sin tocarlos, en especial a Mohammed Chukri y a Paul Bowles, hasta que consigue, años más tarde y ya en Europa, tocar al que considera su maestro, Jean Starobinski, para hacerse con su baraka, su fortuna.
Escribe Taia, en París: «Esta libertad es excepcional, pues la acompaña la suerte, y eso es algo de lo que hemos de ser conscientes, y no olvidarlo nunca».
ASILO. Pienso en Taia y pienso que Francia es un gran asilo de perseguidos: allí pueden crear en libertad y en un mercado ansioso por conocer el mundo. Pienso en las iraníes Marjane Satrapi y Chahdorr Djavann, en el chino Gao Xingjian, en la cubana Zoé Valdés...
BANDA SONORA. Abdelá Taia habla en Mi Marruecos de las canciones marroquíes que grabó Paul Bowles. Me entran muchas ganas de escucharlas, pero no están en Spotify. Sí hay otras piezas del americano: treinta y tres, grabadas por EOS Orchestra bajo el título de The Music of Paul Bowles.
Me cuelgo con The Wind Remains, la zarzuela que en los años cuarenta compuso sobre textos de Así que pasen cinco años, de García Lorca. Se estrenó en Nueva York en 1943, dirigida por Leonard Bernstein, y los decorados iban a ser realizados por Dalí, pero no fue así. ¿A alguien se le ha ocurrido volver a montarla?

8/11/09

Eva Díaz Pérez Revista Mercurio
El flâneur de Venecia
Para Henri de Regnier, Venecia fue algo más que una ciudad-refugio o el escenario hermoso y decadente ideal para ser contado por un dandy del fin de siècle. La Venecia de Regnier es la ciudad ya archinarrada por haber sido atrapada en lienzos, partituras, fotografías postales y páginas. Es la ciudad que, perdida ya su gloria tras la decadencia del siglo XVIII, entra en el XIX para convertirse en ciudad cantada y contada. Regnier llega a finales de siglo con desconfianza, con la sospecha de viajar a un lugar donde ya no es posible tener una mirada virgen.
Sin embargo, Venecia no decepcionó al escritor. Cuentos venecianos (1927) y Esbozos venecianos (1906) –reunidos ahora por la editorial Cabaret Voltaire en el volumen titulado Venecia– conforman una excepcional topografía literaria, unos paseos venecianos que aún guardan el misterio, la posibilidad de recorrer la parte de atrás de la postal. Regnier es un ejemplo perfecto del paseante, el flanêur y divagador perdido en ese misterio veneciano: "Me metí en uno de esos rami sin salida y que desembocan en un rio ante el que es obligado desandar lo andado". Esos son los caminos venecianos propuestos por este autor que se confesó "venecianizado".
Henri de Regnier (Honfleur, 1864-París, 1936) cuenta con una placa en Venecia que recuerda su paso por la ciudad, en la Ca’Dario: "In questa casa antica dei dario / henri de régnier / poeta di francia / venezianamente visse e scrisse / anni 1899 e 1901". Porque la Venecia de Regnier –entre el apunte descriptivo y la literaturización del pasado– es la ciudad de los palacios que se alquilan por partes como remiendos de una gloria pasada. Son esas viejas mansiones con salitre en las paredes, escalones gastados por el roce traidor de las aguas y salones de ajados terciopelos rojos y ambarinos con irregulares pavimentos de mosaicos, los estucos ennegrecidos y espejos velados por las sombras del pasado.
Esta Venecia de bella ruina es el escenario ideal para el modernismo decadente de Regnier, un escritor criado en las fiebres del simbolismo, discípulo de Mallarmé y asiduo de su tertulia de los martes en la Rue de Rome con Jean Moreás, Francis Vielé-Griffin y René Ghil.
Regnier, hijo de la brumosa Normandía, pasea por las nieblas venecianas de la Casa deglo Spiriti, en la parte de la laguna que llaman muerta, y reside en uno de los palacios de los Altinengo, el que está frente al Campo dei Carmini, y donde sucede la inquietante historia de El aparecido.
Esta edición de Cabaret Voltaire, que cuenta con la traducción de Juan José Delgado Gelabert –buen conocedor de los autores franceses que quedaron fascinados con Venecia–, aporta numerosas fotografías actuales y de la época de Henri Regnier. Los documentos visuales permiten que el lector reconozca los escenarios descritos por el autor y también evocan el espíritu de los libros de Regnier, que solían aparecer ilustrados. Sin duda, un libro que puede servir como curiosa guía literaria de Venecia.
Regnier se detiene ante los espejos venecianos y cuenta sus historias, pasea por los viejos jardines, se pierde para toparse con la Venecia de Longhi o de Canaletto o se sienta en el Café Florian "con sus salas pintadas y sus banquetas de terciopelo" y pide, como gran dandy, un ponche de alquermes. Ese sabor de canela, y musgo de la laguna, de sombras que no se han ido del todo es el que deja la lectura de estos relatos y esbozos de Regnier quien parece despedirse como lo hace el espectro de uno de sus relatos: "Que nuestra Venecia os sea dulce".

31/10/09

Luis Antonio de Villena Decadencias EL MUNDO (28 10 2009)
Marruecos secreto
Abdelá Taia (Salé, 1973) es el único escritor marroquí oficialmente homosexual. Hace poco –ha sido un fenómeno mediático en casi toda Europa- declaró a una revista francesa: “En Marruecos se puede vivir la homosexualidad, pero no se puede decir.” Quienes hemos visitado el país hasta hace unos años, tan acogedor además, sabíamos eso perfectamente. Creo que también lo sabían André Gide, Roland Barthes y hasta Paul Bowles , un escritor mítico para Taia… Abdelá Taia, que desde hace años vive en París y escribe en francés (que no era su lengua materna, como no lo es de casi ningún marroquí y sobre todo de ningún pobre) no tendrá fácil y aconsejable retornar por ahora a su país, donde el islamismo cerrado crece, como en tantos países árabes. Taia, un joven bien parecido de orígenes humildes, decidió aprender francés y utilizarlo para luchar con las mismas armas –o casi- que los poderosos. Una beca le llevó a Ginebra en 1998, para estudiar con el gran crítico suizo Jean Starobinski, y ahí empezó a decir adiós a su país de origen, que va con él (quién lo duda) pero donde le será difícil volver por hipocresía sexual. En Marruecos hay otro escritor gay –traducido en Europa- Rachid O., pero se trata de un pseudónimo y nadie sabe quién está detrás. Ahora Cabaret Voltaire acaba de editar la primera novela de Taia, “Mi Marruecos” que no es tal novela, sino la sencilla y muy emotiva evocación, en cortos y sabrosos capítulos, de su infancia y primera juventud marroquí en un pueblo humilde casi pegado a Rabat. Sentimos un mundo antiguo y muy humano, donde las familias viven hacinadas, y el amor y los hechizos, la religión y las prácticas superticiosas, se dan la mano. Donde las mujeres (fuertes y listas, como M’Barka, la madre del autor) valen menos que los hombres y donde –sin decir nada- el jovencito afeminado es objeto de placer sexual de hombres y machos tanto en el “hammam” (el baño público, donde se va por sexos) como en la escuela y aún en la familia, especialmente con el hermano mayor y más viril. No acusemos de nada, esto es allí muy normal y por eso un chico no tiene porqué hacer ascos a un turista, pero siempre en silencio. En “Mi Marruecos” Taia sugiere más que cuenta, pero eso lo ha hecho ya en posteriores libros como “El Ejército de Salvación”, también editado en español pero en una minoritaria editorial vasca. El Fenómeno Taia merece ser seguido, porque va sugiendo despacio y firme un escritor de valía (que también quiere ser cineasta, “Mi Marruecos” sería una bella película) hasta su último libro por hoy, “Una melancolía árabe”. ¿Escritor francés o escritor marroquí? La pregunta comporta más de lo que parece. Taia ha abierto la puerta de un serrallo masculino, que si llamaba la atención ocasional del turista, era silenciosamente normal para la población local. ¿Y entonces? Otro escritor marroquí, ya fallecido, el muy putero Mohamed Chukri, al que conocí en Tánger, también apuntaba algo de eso en su novela biográfica “El pan desnudo”. Pero Chukri, aunque vividor y liberal, era heterosexual y escribía en árabe. Amigo de Jean Genet, por lo demás. “Mi Marruecos” nos lleva a un primitivo mundo de cálida intimidad y al joven que tiene que romper con él, para vivir (lejos) su identidad sexual.

25/10/09

CABARET VOLTAIRE publica Mi Marruecos de Abdelá Taia
En esta novela Abdelá Taia nos presenta una cierta realidad social y cultural marroquí, desprovista de todo tinte pintoresco y que se halla no obstante anclada en el paisaje magrebí. Un paisaje urbano en un mundo casi rural. Abdelá es hijo de la ciudad, de la ciudad mestiza. Pero en esa ciudad, tocada por la modernidad, minada por la pobreza, atravesada por corrientes diversas, perviven numerosos misterios marroquíes: los brujos, el hammam, la baraka, la ziara. Los cuerpos, las influencias secretas, el destino, la suerte, los adivinos y los santos. Abdelá observa, desde París, ese mundo que lo rodeaba de niño, con el mismo amor, y trata de reencontrarse con una tierra que sus sentimientos más profundos nunca abandonaron.
Abdelá Taia, escritor marroquí de lengua francesa, nace en Salé, Marruecos, en 1973, en el seno de una familia numerosa. Desde muy niño, por la profesión de su padre, trabajador en la Biblioteca General de Rabat, entra en contacto con los libros. Ese amor que siente hacia las letras le llevará a estudiar literatura francesa en las Universidades de Rabat, Ginebra y París (Sorbonne). Ciudad esta última que lo acoge, y donde residirá desde 1998. Ha publicado hasta el momento cuatro novelas: Mi Marruecos (2000), Le rouge du tarbouche (2005), El Ejército de Salvación (2006) y Una melancolía árabe (2009).

24/10/09

Luis Antonio de Villena Decadencias EL MUNDO (07 10 2009)
Cocteau y el joven perverso
Como Robert L. Stevenson (aunque desde ángulos muy distintos) Jean Cocteau (1889-1963) pudo reclamar para sí con toda justicia el título de Advocatus iuventutis o sea Abogado de la juventud. Amante de los jóvenes y eternamente joven, Cocteau fue una de las figuras más originales de la literatura francesa del XX, y tan plural que pintó, hizo cine, fue poeta, y además dramaturgo y novelista. Gay confeso, también, con su célebre frase: «Pertenezco a la raza de los acusados».
Siempre moderno, siempre pirueteando con un guapo al lado, muchos le tuvieron por frívolo y hasta por colaboracionista (él enseñó París al gran escultor Arno Brecker, que trabajó para el nazismo). Supo pasear dandísticamente por los salones y las señorías de la derecha, pero tuvo una moral personal y singular, que cuadraría más a la izquierda. Ese papel de derechista, homosexual, vanguardista y opiómano, creo que es una exclusiva de Francia. En nuestra España (incluso hoy) un señorito así causaría el patatús de Rouco Varela…
La editorial barcelonesa Cabaret Voltaire acaba de editar la primera de las novelas modernas de Jean Cocteau, Le grand écart (1923), traducida como La gran separación, con los dibujos originales del autor. Quizá fue en La gran separación (Cocteau ya se había enamorado joven de su compañero de liceo Raymond Dargelos, que sería el macho y bello «alumno Dargelos» de tantos de sus libros, y había sido novio del llameante y efímero novelista Raymond Radiguet) cuando en la figura del protagonista de la novela, Jacques Forestier, inventa a ese tipo de muchacho o jovencito que tanto triunfa en nuestros días: Atractivo, ambiguo, sin dirección fija y con pocos ideales, seductor, coqueto, transgresor y narciso. Un chico a caballo entre los mitos modernos del bello tenebroso y desde luego del bad boy y aún del toy boy para decirlo todo.
Un chico desideologizado pero libre, atrevido en su enfrentar la vida, que quiere aparentar maldad más que realmente poseerla, y que atrae por igual a sus compañeros y a sus amiguitas. Un chico que juega con su atractivo físico (como antes sólo hacían las chicas), que puede pintarse los ojos y las uñas, y que susurra la frase más provocadora del eros moderno: «Ven, amor, conmigo te perderás». ¿Quién lo resiste?
A este emblema que, en su forma más moderna, nace con La gran separación, Cocteau le llamó enfant terrible que bien podría traducirse como chico malo (bad boy). Lo llevó a su máxima expresión en su preciosa novela de 1929, Les enfants terribles, donde los hermanos adolescentes Paul y Elisabeth juegan al amor y a la muerte, bajo el hechizo del «alumno Dargelos» cuyas piernas fuertes y rodillas les fascinan. (¿Fue Cocteau un fetichista de las rodillas jóvenes, tan presentes en libros y filmes?)
Esta singular novela fue llevada al cine por el gran (y algo olvidado) Jean-Pierre Melville, teniendo por protagonista al guapo novio del Cocteau de entonces, Édouard Dermit, que está también en la portada de La gran separación. La pregunta obviamente es: ¿Qué oscuro signo en cada uno de nosotros otorga -aún hoy- éxito y benevolencia y deseos al chico malo? ¿Dónde está su embrujo? Léanlo y juzguen.

19/9/09

CABARET VOLTAIRE publica La gran separación de Jean Coteau
La gran separación (1923) es una novela de educación sentimental, trata del drama de una unión problemática, de una «partida» amorosa que desde un principio se presenta «desigual»: el primer amor de un adolescente, Jacques Forestier, y uno de los múltiples caprichos de Germaine Râteau, de mayor edad, «curtida por la experiencia» y de corazón voluble.
«Toda mi obra gira en torno al drama de la soledad y de las tentativas del hombre por vencerla. En La gran separación, ésta se muestra sin artificios (salvo los de los accesorios de mi juventud) y, por así decirlo, completamente desnuda.» Jean Cocteau

28/8/09

Cecilia Dreymüller Babelia EL PAIS
Berlín, a mediados de los años veinte: la capital alemana de la diversión y del vicio, la ciudad de los tugurios barriobajeros del Ángel Azul y, al mismo tiempo, la urbe modelo de Metrópolis, fabril, ultra moderna, de ritmo frenético. Pocos lugares en la Europa de entreguerras rezuman semejante potencia intelectual y creativa. La ciudad se ha convertido en un hervidero de genios y bohemios, nuevos ricos y proletarios politizados, mujeres emancipadas y bellezas venales. Tan electrizante como dura, Berlín es un crisol de clases, razas e ideologías que ha inspirado más de una novela extraordinaria, la primera de todas, Berlín Alexanderplatz, de Doblin.
Aunque probablemente ninguna de ellas posea el apasionamiento y el idealismo juveniles de La danza piadosa, de Klaus Mann. Escrita por el hijo mayor de Thomas Mann a los 19 años, respira toda la fascinación del recién llegado escritor en ciernes por la intensidad de la vida berlinesa, los bajos fondos y los placeres prohibidos. Y contiene una fervorosa declaración de principios a favor de los placeres amorosos y contra las convenciones de la moral sexual. Pues La danza piadosa no solamente rinde un homenaje a una ciudad y acomete un retrato perspicaz de una generación de jóvenes alemanes perdidos en el caos de la posguerra, sino constituye una de las primeras "novelas homosexuales".
Una época convulsiva, de galopante crisis económica y de grandes "confusiones", advierte el autor en el prefacio, se refleja en la existencia del protagonista, un candido joven de buena familia que llega a Berlín con el propósito de ser pintor. La vocación artística pronto se diluye en las juergas nocturnas con chaperos y cupletistas; el talentoso Andreas empieza a trabajar en un chabacano cabaret, donde se enamora sin perspectiva de un vivalavirgen desvergonzado. Klaus Mann, "el niño prodigio de su generación" y gran autobiógrafo, dibuja aquí, con levedad juguetona y sabiduría precoz, una primera imagen irónica de sí mismo. La artificialidad de los ambientes y el tono exaltado —atenuado en la solvente traducción de María Luz Blanco— no desmerecen de ninguna manera este relato sensual y sugestivo.
Luis Antonio de Villena Expansión
Venecia
Desde principios del siglo XIX (fenecida la República Serenísima) la ciudad de los canales adriáticos nunca ha dejado de ser una ciudad turística, y a menudo, como en los veranos, abarrotada. No estoy, por tanto, aconsejando un viaje canicular a Venecia -es mucho mejor en primavera o en otoño- y máxime con la famosa insalubridad del siroco. No, quiero proponerles que lean un bonito, lírico y muy esteticista volumen del poeta simbolista Henri de Régnier (estaba entre Verlaine y Mallarmé, fue académico) que acaba de publicar Cabaret Voltaire -Barcelona- recogiendo dos partes distintas: los Cuentos venecianos, más tardíos, de cuando ya la moda del simbolismo acababa, pero sobre todo los deliciosos Esbozos venecianos (1906) que tiene algo de relato evocativo y no poco de suave poema en prosa. Ahí, breve y jugosamente, a través de objetos antiguos, escenas varias y visitas a palacios o a ocultos canales desvencijados, surge para nosotros -limpísimo y mágico- el espíritu y la imagen de una Venecia finisecular que aún vemos (no ha habido grandes obras) pero tampoco podemos gozar del todo, si no es -en parte- imaginativamente. Quien nos hace de refinado guía, Régnier (1864-1936) fue uno de esos exquisitos estetas de entresiglos, con monóculo, alto, delgado, hiperestésico, como le gustaba decir a Rubén Darío, un personaje, en fin, como sacado de una novela de góticos crepúsculos, que naturalmente tuvo a Venecia como a una patria del alma. Los Esbozos venecianos son una delicia, y seguro estoy así, de que cuando vayan o vuelvan a la vieja y augusta Serenísima, buscarán, no el camino de los turistas, sino el de los canales recónditos, el de los 'campi' solitarios, y hasta el de los anticuarios donde encontrar un viejo tintero de Murano, color granada. Una bella evocación del esplendor pasado. Háganme caso.
Raül De Tena H magazine
El sirviente
Que aprendan esos escritorzuelos que piensan que un libro de menos de 600 páginas es poco más que un panfleto. A Robin Maugham le bastan escasas cien hojas para transmitir la inquietante y oscura relación que se establece entre un hombre y su mayordomo en el Londres de después de la Segunda Guerra Mundial. Con una prosa ágil y casi translúcida, el autor se adentra en las fauces de un lobo particularmente siniestro: escrito en una época en la que la inmoralidad era castigada con el ostracismo social, Robin Maugham no tiene miedo a mancharse de barro los bajos de los pantalones a la hora de transitar por un terreno ambiguo en el que la comodidad que le proporciona el sirviente a su amo no dista demasiado de las relaciones paterno-filiales, de pareja e incluso sadomasoquistas (por la carga de necesidad que comporta). Harold Pinter llevaría la historia a la gran pantalla en 1963, con Dirk Bogarde y James Fox como protagonistas. Pero, vista la extensión y las bondades del manuscrito original, no tienes excusa.

26/8/09

Laura Castro solodelibros.com
Robin Maugham logra en el El sirviente crear una parábola acerca de la debilidad humana y de lo fácil que suele resultar abandonarse pendiente abajo. Y para ello no se sirve de un pesado tono moralizante, sino de una historia ligera, que atrapa la atención del lector por su planteamiento inusual.
Richard Merton actúa como narrador y testigo de la decadencia de su amigo Tony, que acaece después del reencuentro de ambos en el Londres de la posguerra. Merton construye la historia a través de lo que él mismo vio y lo que terceras personas le contaron y, raras veces, narra lo que el propio Tony le contó al respecto de su historia. Tal vez por eso le falta a “El sirviente” algo de tensión, una perspectiva que se sitúe más próxima a la degeneración de Tony, que le siga los pasos de cerca, explicándola pormenorizadamente y volviendo más aprehensible para el lector lo que de miseria moral hay en ella. Pero no obstante lo anterior, el narrador logra transmitir una idea clara de los sucesos y resulta sencillo hacerse una idea de las motivaciones del desgraciado Tony quien, poco a poco, va deslizándose hacia el vicio.
La originalidad de “El sirviente” radica en lo atípico de la adicción de Tony, cuyo hábito malsano no es otro que la comodidad. Su tendencia a la molicie se verá refrendada por la solicitud de su nuevo criado, quien poco a poco irá convirtiéndose en el señor de su amo. Imperceptiblemente, irá modificando sus rutinas so pretexto de hacer su vida más cómoda, hasta que Tony sea completamente dependiente de él.
Acierto del autor es servirse de un narrador que únicamente ve al protagonista de manera intermitente, de forma que cada vez que Richard Merton se reencuentra con su amigo, puede apreciar los cambios acontecidos. De este modo, lo que pierde el relato en cuanto a lo que podría ser una morosa escalada de la intensidad dramática, lo gana por otra parte en agilidad y precisión.
La novela ofrece así una enseñanza sobre la forma en que el ser humano se abandona y sacrifica todo por un vicio. El vicio es en este caso la comodidad, y aunque puede parecer una adicción baladí, deja de serlo desde el momento en que Tony está en manos de su sirviente, que es quien se la procura. Al ceder a su criado el dominio de su vida, de sus costumbres y de sus ideas, queda patente su debilidad de adicto. De hecho, la magnitud de la degeneración de Tony se plasma en la idea escandalosa de la abolición de las barreras sociales que deben separar a amo y criado.
La historia se complica además con el romance que Tony mantiene con una menor que, presuntamente, es sobrina de su criado. Este suceso dejará como secuela el gusto del protagonista por las muchachas púberes, que su fiel criado se encargará de conseguirle e, incluso, compartirá con él. Pero este hilo de la trama, con el que Robin Maugham pretendía tal vez incidir en la degradación moral de su protagonista y en su total dependencia de la tétrica figura del sirviente, resulta quizá una vuelta de tuerca innecesaria. No le resta interés, pero la novela llegaría a buen término aun sin ese matiz, gracias a que es una historia bien planteada y bien resuelta.

12/7/09

Eva Díaz Pérez EL MUNDO
El rescate del último exiliado
Agustín Gómez Arcos sabía que era un escritor fantasma -por estar iné­dito en castellano-, un excluido, un marginado incluso de las historias oficiales de los exiliados, entre otras cosas, porque el suyo fue un auto-destierro, una huida en el tardofranquismo ante la imposibilidad de pu­blicar sus obras de teatro y repre­sentarlas.
Este autor lúcido y rabiosamente comprometido, de prosa desgarrada llena de alegorías narrativas decidió formar parte de esa saga de audaces escritores que han protagonizado la terrible exiliatura literaria del siglo XX. Él lo hizo en 1968 y su patria de acogida, Francia, le dio todo lo que le negó España. Aunque es posible que el tiempo haga justicia.
La editorial Cabaret Voltaire deci­dió hace algún tiempo crear una co­lección de rescate centrada en la obra de Agustín Gómez Arcos (Enix, Almería, 1933-París, 1998). Hoy se presentará en la FNAC de Sevilla la tercera de las obras del es­critor almeriense recuperadas por esta editorial, Ana no (1977) des­pués de haber publicado El cordero carnívoro y El niño pan.
Y es que Gómez Arcos pasó de ser dramaturgo español a novelista francés. De hecho, es un escritor prácticamente inédito en su país natal, ya que él sólo realizó dos auto-traducciones, Un pájaro quemado vivo (Debate, 1986) y Marruecos (Mondadori, 1991).
Para poder escribir sobre España en francés optó por enmudecer du­rante nueve años, hasta que pudo conocer a la perfección el francés y escribir en este idioma. A pesar de escribir en francés, Gómez Arcos no renunció a su me­moria española. Sus obras son una profunda radiografía de España que, por cierto, gozaron de éxito en Fran­cia llegando incluso a que su libro Ana no formara parte del programa oficial de bachillerato.
Ana no es parte de una trilogía de la posguerra junto a El cordero car­nívoro y María República y cuenta la historia de una madre que recorre España -a pie y siguiendo las vías del tren- para visitar en la cárcel al único hijo que le queda vivo. Los otros dos y su marido fueron fusila­dos en la Guerra Civil.
La traductora de Ana no, la profe­sora de la Universidad de Granada Adoración Elvira, asegura que la historia de Ana no -nombre simbó­lico de Ana Paucha- es una leyenda que circulaba por la España de la posguerra. «Gómez Arcos dice en la dedicatoria que la historia se la con­tó su madre. Recientemente, el poe­ta Marcos Ana en su autobiografíaDecidme cómo es un árbol (2008) relata la misma historia sobre una mujer llamada Ana Faucha, que le llegó a través de un funcionario de prisiones. Y en un pueblo de la Alpujarra granadina he oído contar que una mujer fue andando con su hijo pequeño, siguiendo el cauce del Guadalquivir, hasta la cárcel de Se­villa para ver a su marido preso, y que perdió al niño cuando atravesa­ba el río por un vado», aclara.

17/6/09

Sonia Hernández culturas LA VANGUARDIA
El nombre de la calle
La relación de Gómez Arcos con España fue tan traumática que sólo halló cobijo en la literatura francesa; treinta años después, puede leerse aquí.
Pocos habían leído sus libros, pero en su Enix natal (Almería), una ca­lle llevaba su nombre, como tam­bién un premio de novela, y en la casa en la que nació habían coloca­do una placa conmemorativa recor­dándole. La fama del personaje Agustín Gómez Arcos (Enix, 1933 - París, 1998) precedía a sus novelas, escritas en francés. Sin embargo, a principios del 2008, tras la apari­ción de la traducción de El cordero carnívoro (2007), en la editorial Ca­baret Voltaire, se alzó un movi­miento vecinal, escandalizado por la historia de amor incestuoso en­tre dos hermanos de clase media, con la intención de que el pleno del ayuntamiento retirara los hono­res al hijo ilustre. Por la presión de los medios de comunicación y los defensores del escritor, al final la calle mantuvo su nombre.
Éste podría ser un capítulo más de la traumática relación de Gó­mez Arcos con España. Siendo el hijo menor de siete hermanos de una familia humilde, hijo de un ex alcalde republicano, la leyenda de Gómez Arcos se empieza a cons­truir ya desde su infancia, en la que trabajó como pastor de cabras o co­mo espartero. Su encuentro con la profesora Celia Viñas sería decisi­vo para que el muchacho encontra­ra en la literatura una puerta para escapar de la miseria. Por una in­fancia así, se le ha comparado con Miguel Hernández.
En Barcelona inició estudios de Derecho, pero los abandonó por el teatro. En este ámbito logró impor­tantes reconocimientos, como el premio Lope de Vega en dos oca­siones, en 1962 por Diálogos de la herejía, y en 1966 por Queridos míos es preciso contaros ciertas co­sas. Sin embargo, en ninguno de los dos casos llegaron a represen­tarse, por la oposición de la censu­ra. Este encontronazo y otras difi­cultades para desarrollar su obra y vivir su vida de homosexual sin complejos en la España franquista le empujaron al exilio en 1966, primero dos años en Londres, para es­tablecerse después en Francia.
Allí trabajó de cocinero, camare­ro y fregaplatos en diferentes ca­fés-teatro de París. Cuenta la leyen­da que en uno de aquellos cafés se estaba representando una obra su­ya cuando un editor francés pre­guntó sobre el autor de la pieza, a lo que el camarero respondió: "Soy yo". Así se inicia su idilio con la len­gua, el público y el sector editorial francés. La obra se convirtió en una novela exitosa, a la que segui­rían catorce más. Siempre en fran­cés y con un gran éxito de ventas.
Ana no, publicada por primera vez en 1977 y que ahora traduce Caba­ret Voltaire, llegó a los 300.000 ejemplares y se ha vertido a más de una docena de idiomas. Obtuvo los premios Prix du Livre Inter, Thyde Monnier y Roland Dorgelès y fue llevada al cine en 1985 por Jean Prat, con Germaine Montero como protagonista. Han tenido que pasar más de 30 años para que se pueda leer en español.
En Francia, algunas de sus nove­las son lectura obligada en el bachi­llerato. Su éxito, como comenta su amigo el catedrático de la Sorbona y también alménense exiliado Ja­cinto Soriano, se puede achacar al interés que siempre ha existido en Francia por la guerra civil españo­la, "tal vez por mala conciencia, por el recuerdo de los campos de concentración en los que metieron a buena parte de los exiliados repu­blicanos". Sea por lo que sea, Gó­mez Arcos se hizo con algunos de los premios más importantes de la literatura francesa, fue finalista del Goncourt en dos ocasiones y reci­bió la Legión de Honor en 1985.
Aun así, se planteó su regreso de­finitivo, pero ni él estaba prepara­do para España ni su país lo estaba para recibirle. Los editores no pu­blicaban sus libros porque eran "muy duros". Lo siguen siendo, co­mo la historia de Ana Paucha en Ana no, una mujer que a los 75 años atraviesa toda la península ca­minando para reunirse con su hijo menor, preso y único supervivien­te de su familia tras la Guerra Civil. Se mira de frente la miseria, la ra­bia de los vencidos, la amargura de los exiliados, la putrefacción de los cuerpos y las mentes. Por persona­jes como la protagonista de Ana no se compara a Gómez Arcos con Goya o Valle-Inclán.Las ganas de pedir cuentas con la memoria abren antiguas heridas. Gómez Arcos pone nombre a la calle de Enix, y a todas las forma­das por los derrotados, los venci­dos que, como los de Ana no, per­dieron el derecho incluso a la iden­tidad. Y porque han creído, llega­do el momento, de que Gómez Ar­cos "ocupe el lugar que se merece en la literatura española", los edito­res de Cabaret Voltaire -en pala­bras de Miguel Lázaro- quieren re­cuperar todas sus obras y traducir­las, ahora que tanto se habla de la recuperación de la memoria histó­rica. Mientras, siguen las tesis, los estudios y congresos universita­rios dedicados a su nombre, indiso­lublemente vinculados a la calle y a sus fantasmas.