
Eva Díaz Pérez EL MUNDO En el cementerio de Montmartre está la tumba de un español. De uno más. Quizás alguien pondrá hoy un ramo de flores en su lápida porque exactamente hace diez años moría en París el andaluz Agustín Gómez Arcos, «el más español de los escritores franceses», como lo definió Luis Antonio de Villena en el obituario que escribió cuando desapareció el que llaman el último exiliado.
Siempre he pensado que para conocer de verdad la historia de este país había que buscar en las páginas en blanco de sus manuales, en los márgenes de las crónicas oficiales. Y Gómez Arcos forma parte de esa galería de invisibles, de fantasmas, de personajes de la periferia sin los que es imposible comprender la historia literaria de este país.
En los últimos años, la editorial Cabaret Voltaire está recuperando los libros de Gómez Arcos inconcebiblemente inéditos en español, porque el escritor almeriense decidió rebelarse contra la España de Franco renunciando a la lengua. Al marcharse a París en 1968 –eligiendo así el autodestierro y convirtiéndose en el último exiliado–, trabaja como contable, cocinero, friegaplatos, para ganarse la vida y aprender la lengua. Durante diez años no escribirá hasta haber asumido por completo el francés. Sin embargo, España será una obsesión. Gómez Arcos escribía en francés pero aludía a la realidad española. En español sólo había para él silencio mientras que en su patria de acogida recibía premios, éxitos, condecoraciones como la de caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Una obra suya, L’enfant pain ( El niño pan, ahora rescatada) se incluía como lectura obligatoria en el bachillerato francés, pero él no existía en los manuales de literatura.La exiliatura de este andaluz transterrado que vaga aún como un espectro es una forma de rebeldía, un ejercicio para combatir contra la desmemoria del franquismo. Y lo sorprendente de este héroe de las letras es que al escoger el exilio cambiará por completo su biografía literaria. Antes de marcharse a París, Gómez Arcos había sido un autor teatral paradójicamente premiado, aunque sus obras nunca se representaron. Sufrió el desdén, el silencio y el desprecio y se convirtió en un insólito «hereje premiado». Así, decide establecerse en París y, tras diez años de silencio, cambiar de lengua y de género literario para convertirse en un novelista de éxito. Por eso, ya es hora de recordar su tumba de Montmartre y rescatarlo de las fosas del olvido. Su comprometida literatura lo merece.
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