21/4/09

Andrés Pau suplemento Posdata Diario LEVANTE
Una juventud alemana Se traduce por primera vez la "opera prima" de Klaus Mann.
Klaus Mann (Munich, 1906-Cannes, 1949) es, creemos, un caso único si nos fijamos en la perversidad del orden en que ha sido traducido. Resulta lógico si tenemos en cuenta la injusticia con que siempre se le ha tratado. Para confirmar este caos y también como afortunada reparación, se traduce —y muy bien, además— ahora, en 2009, su opera prima, escrita a los diecinueve años.
Cualquier opera prima que se precie supone una condición avant la lettre: la obsesiva presencia de su autor y la consiguiente urgencia por escribir un manifiesto generacional. También suelen ser novelas teñidas de una apasionada y conmovedora vehemencia. Fíjense, si no, en la cantidad de pistas que nos aporta el arranque de La danza piadosa: el joven Andreas Magnus —¿merece comentarios el apellido?— es un joven artista que tiene un sueño donde aparece indigno a los ojos de la Madre de Dios. Al día siguiente y tras un amago de suicidio, emprende un viaje iniciático en pos de algo tan intangible como inefable, denominado «su melodía». Y parte hacia Berlín dejando atrás un hogar burgués presidido por la figura paterna, de dimensiones aterradoras. ¿Caben más datos...?
A Andreas, además, le mueve un interrogante: qué papel interpretará su generación, aquélla cuya infancia discurrió entre los algodones perfumados del orden burgués y ha llegado a la juventud en el desgarrador caos de los años veinte. Ingenuo y sin apenas dinero, se interna en el lado salvaje: desde la pensión que le hospeda—extraordinaria la pintura de personajes— hasta los tugurios fin de trayecto de ciertas noches, pasando por el cabaret donde canta y baila, los escenarios de La danza piadosa nos muestran —y en pocas novelas lo hemos leído con tanto entusiasmo— el mejor Berlín de todos los tiempos. Sus compañeros de viaje —jóvenes a la deriva, boqueando de insatisfacción y de placer— redondean su educación sentimental.
Klaus Mann, no olvidemos sus diecinueve años, escribe un fresco con vocación totalizadora acerca de ese polvorín a la espera del desequilibrado que le acercara un fósforo llamado República de Weimar: hay burgueses y artistas, hay bohemios y empresarios, hay padres y hay hijos.... Pero sobre todo hay juventud..., y donde hay juventud hay vida.
Si bien la tramoya narrativa es respetuosa con el tiempo y el punto de vista, las descripciones siempre se encuentran deformadas por una distorsión de hondo calado expresionista: la iluminación —electricidad, gas, velas— nocturna, la tendencia a cierto feísmo descriptivo, la sordidez de los escenarios, los contrastes cromáticos... Sirva como ejemplo: «Entre el negro de la noche y el rabioso amarillo de los anuncios luminosos, las viejas prostitutas se pavoneaban discutiendo de negocios entre ellas, apergaminadas como momias y multicolores en sus raídas pieles y horrorosos botines rojos».
La danza piadosa es una novela siempre en movimiento, siempre en busca de algo que existe pero no tiene nombre o si lo tiene resulta inasible. Andreas avanza entre reflexiones, experiencias y un sentido trágico de la vida que contrapesa su honda espiritualidad, de origen panteísta con explícitas alusiones a Walt Whitman: «Amar es el reconocimiento del conjunto de la creación en un cuerpo». El trayecto concluye —o es el principio de otro más profundo— una mañana parisina tras una noche salvaje; y Andreas, más vehemente y emocionado que nunca, escribe: «Todos los árboles están susurrando para mí, todos los mares me están esperando».
¡Pobre Klaus Mann..., no sabía bien hasta qué punto!

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