24/10/09

Luis Antonio de Villena Decadencias EL MUNDO (07 10 2009)
Cocteau y el joven perverso
Como Robert L. Stevenson (aunque desde ángulos muy distintos) Jean Cocteau (1889-1963) pudo reclamar para sí con toda justicia el título de Advocatus iuventutis o sea Abogado de la juventud. Amante de los jóvenes y eternamente joven, Cocteau fue una de las figuras más originales de la literatura francesa del XX, y tan plural que pintó, hizo cine, fue poeta, y además dramaturgo y novelista. Gay confeso, también, con su célebre frase: «Pertenezco a la raza de los acusados».
Siempre moderno, siempre pirueteando con un guapo al lado, muchos le tuvieron por frívolo y hasta por colaboracionista (él enseñó París al gran escultor Arno Brecker, que trabajó para el nazismo). Supo pasear dandísticamente por los salones y las señorías de la derecha, pero tuvo una moral personal y singular, que cuadraría más a la izquierda. Ese papel de derechista, homosexual, vanguardista y opiómano, creo que es una exclusiva de Francia. En nuestra España (incluso hoy) un señorito así causaría el patatús de Rouco Varela…
La editorial barcelonesa Cabaret Voltaire acaba de editar la primera de las novelas modernas de Jean Cocteau, Le grand écart (1923), traducida como La gran separación, con los dibujos originales del autor. Quizá fue en La gran separación (Cocteau ya se había enamorado joven de su compañero de liceo Raymond Dargelos, que sería el macho y bello «alumno Dargelos» de tantos de sus libros, y había sido novio del llameante y efímero novelista Raymond Radiguet) cuando en la figura del protagonista de la novela, Jacques Forestier, inventa a ese tipo de muchacho o jovencito que tanto triunfa en nuestros días: Atractivo, ambiguo, sin dirección fija y con pocos ideales, seductor, coqueto, transgresor y narciso. Un chico a caballo entre los mitos modernos del bello tenebroso y desde luego del bad boy y aún del toy boy para decirlo todo.
Un chico desideologizado pero libre, atrevido en su enfrentar la vida, que quiere aparentar maldad más que realmente poseerla, y que atrae por igual a sus compañeros y a sus amiguitas. Un chico que juega con su atractivo físico (como antes sólo hacían las chicas), que puede pintarse los ojos y las uñas, y que susurra la frase más provocadora del eros moderno: «Ven, amor, conmigo te perderás». ¿Quién lo resiste?
A este emblema que, en su forma más moderna, nace con La gran separación, Cocteau le llamó enfant terrible que bien podría traducirse como chico malo (bad boy). Lo llevó a su máxima expresión en su preciosa novela de 1929, Les enfants terribles, donde los hermanos adolescentes Paul y Elisabeth juegan al amor y a la muerte, bajo el hechizo del «alumno Dargelos» cuyas piernas fuertes y rodillas les fascinan. (¿Fue Cocteau un fetichista de las rodillas jóvenes, tan presentes en libros y filmes?)
Esta singular novela fue llevada al cine por el gran (y algo olvidado) Jean-Pierre Melville, teniendo por protagonista al guapo novio del Cocteau de entonces, Édouard Dermit, que está también en la portada de La gran separación. La pregunta obviamente es: ¿Qué oscuro signo en cada uno de nosotros otorga -aún hoy- éxito y benevolencia y deseos al chico malo? ¿Dónde está su embrujo? Léanlo y juzguen.

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