17/11/07

Carlos Pujol ABCD diario ABC La literatura y sus disfraces. En 1922, Cocteau, perpetuo mutante, ya había realizado no pocas de sus continuas metamorfosis (simbolista, vanguardista, neoclásico, etc.), y abordó el tema de la reciente gran guerra de una manera tan original como provocadora, con una mixtura de frivolidad y horror que fue un escándalo. No hablaba de oídas, él también era ex combatiente, pero la desenvoltura de su novelita, empedrada de metáforas ingeniosas, no era algo que el público pudiera aceptar. Thomas el impostor retrata la confusión de la guerra, tomando como modelo un precedente muy ilustre, la stendhaliana Cartuja de Parma; con otra Sanseverina, una princesa «que había nacido actriz», inspirada en Misia Godebska (la que en su tercer matrimonio fue esposa del pintor español Sert), y otro Fabrice, el joven Thomas, que se inspira en el propio escritor. La novela contiene numerosos aforismos y comparaciones de gran lucimiento, a lo Oscar Wilde (una frase de muestra: «Las aguas grises se precipitaban y penetraban trágicamente en el mar del Norte como un rebaño de ovejas entra en el matadero»). «Demasiado brillante», se le reprochó; «brillante como una lágrima», dijo él. El sentido de la vida. Y no sin razón, porque aunque su tentativa novelesca está lejos de poder competir con un Stendhal o un Balzac, Cocteau puso en estas páginas el sentido más profundo de su vida y de su obra. «En él la ficción y la realidad eran lo mismo», leemos, y habla de sí mismo identificándose con sus máscaras, como si nos dijera que lo que le permite esconderse es tan sustancial como lo que esconde. El impostor Thomas, que se hace pasar por quien no es, pero que se comporta en la guerra como si lo fuese, y que cuando decide fingir que está muerto resulta que le matan de veras, es un histrión que vive de simulaciones muy reales; y a su alrededor todo es teatro, una mentira «inútil como las Pirámides y vistosa como el Faro de Alejandría». Pero con sangre de verdad y episodios que no pueden ser más truculentos. Para Cocteau, todo es un juego de apariencias engañosas, uno es lo que finge ser, parábola del escritor que nos engaña para ser más verdadero. Que es más auténtico cuando se disfraza, porque sin este disfraz le angustia lo que siente como desnudez. «En ciertas mujeres las perlas más bellas se tornan falsas, y en otras las falsas parecen verdaderas.» Adornos que nos dañan. «Al releerme», confesó en un libro de título revelador, La dificultad de ser, «solamente me avergüenzo de los adornos, que nos dañan, porque desvían la atención de nosotros. Al público le gustan, se ciega con ellos y deja de lado todo lo demás.». «La dificultad de ser» podría consistir en ser consciente de que cualquier adorno nos falsea, y no obstante no poder expresarse más que de una forma llamativamente ornamentada. «Habla demasiado bien para escribir algo duradero», dijo de él Gertrude Stein, tal vez con un exceso de severidad; pero es que Cocteau, a quien todo el mundo retrata como amabilísimo y de una simpatía irresistible, parece que también provocaba irritación al comprobar que era inagotable de ingenio y de recursos verbales. Thomas el impostor, con su pasmosa facilidad para sorprender (él contaba que Diaguilev le dio la consigna «Sorpréndeme», y no hizo otra cosa en toda su vida), convirtiendo la guerra en el más cruel de los juegos, espantoso y divertido a la vez, en lo cual seguía a Apollinaire y a los dadaístas, ha de resultar chocante. Pero no ha de leerse como una historia de tema bélico, sino como una personalísima escenificación de sus propios fantasmas.

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