17/11/07

Luis Antonio de Villena DECADENCIAS EL MUNDO Putas, efebos y chulos. Ahora el parisino Montmartre es casi un decorado turístico y Pigalle un barrio de emigrantes, que puede por eso tener su encanto. Pero ninguno tiene ya nada que ver (quizá Pigalle guarde algo de mala vida) con lo que esos barrios pobres, prostibularios y artísticos fueron a comienzos del siglo XX, cuando París era la capital cultural del mundo -ya no lo es- y la bohemia, un timbre de gloria, incluso picassiano. En ese tiempo mísero y feliz, que terminaría con los días tranquilos de Henry Miller en Clichy, triunfó un novelista tenido por muy parisino, aunque había nacido en ultramar, en Nueva Caledonia, donde su padre, oriundo de Córcega, era inspector de prisiones. Me refiero a Francis Carco (1886-1958), afecto de Villon y de Verlaine (sobre los que escribió dos bellos libros), quien amó siempre a los perdedores y a los golfos, a quienes veía con natural simpatía porque él también había sido chansonnier de cabaré y había vivido esas interminables noches como una vida natural, sentimental y pura contra la mirada hostil de tantos. Muchos desde el fin de siglo (como Jean Lorrain o el propio Proust) escribieron de la vida golfa, pero tomaron el punto de vista del cliente o del visitante. El entrañable Carco (abreviación del apellido Carcopino) fue el primer moderno en escribir desde dentro, luego le siguió a ratos su amiga Colette y, de alguna manera, parte de Carco es el más serio precedente de Jean Genet. Francis Carco no era gay (o sarasa o maricón, dirían entonces), pero no tenía nada contra ese mundo, que debía ser forzosamente marginal y crápula, y que conoció muy bien en el París bohemio inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial. Aunque ya antes había publicado poesía sentimental, su primera novela -y una de las mejores de su producción, olvidada en España- se editó en 1914 precisamente, y se tituló Jesus la Caille (Jesús la codorniz), pero que la reciente y excelente traducción de Cabaret Voltaire nos ofrece como Jesús el Palomo porque, en efecto, el chiquito guapo, fino y afeminado que se prostituye con otros en los cafetines de aquel Pigalle, y que tanto se lía con putas dulces como con grandes macarras (un orbe sensual de dulzura, ternura, navaja y vicio), responde a un mote todo él feminoide: lindo como un Niño Jesús y «cojo» según el palomo de nuestro viejo dicho andaluz. Un chico guapo y mariquita. La novela (ágil, lírica, cruda, natural) nos presenta un modo de vivir que es así y que el autor no juzga porque ve adentro demasiado amor, daño y oro que el burgués no entiende. No hay burla, desgarro, ni parodia en esta feliz y algo melancólica novela (muy recomendable y distinta, pese al tiempo transcurrido) de un lindo galancete que se deja decir «mi niña» por la puta que lo ama, y que gusta por igual a hombres y a mujeres en el ambiente de molicie y galbana de aquel París del vicio dichoso. Jesús el palomo es un viaje y una lección de una moral distinta. Y aún más: la constatación rigurosa, ligera y muy bien escrita de lo que podríamos llamar el fulgor o el carisma del cieno. Que lo tiene, sin duda.

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